Es lunes!!!!! Y aquí estamos. Con puntualidad británica, eficacia alemana y disciplina soviética preparados para traer una nueva entrega (7/15). El miércoles, más. De momento, dejemos que la historia se complique un poco, que ya habrá tiempo para solucionarla y dejar que unos cuantos personajes sirvan de abono natural para los cactus del desierto. Disfrutadla.
El sargento O´hara está de un
humor de perros. Después de la escena del motel y los periodistas,
se ha encerrado en su despacho. Orden tajante en situaciones
similares: no molestarle bajo ningún concepto. La resaca que le
martirizaba por la mañana, ha seguido creciendo. Siente la cabeza
próxima a la deflagración. De haberse encontrado de mejor ánimo,
habría bajado a los calabozos a desquitarse repartiendo hostias
entre los detenidos. Un deporte de categoría casi olímpica en
comisaría. Una disciplina en la que maneja con precisión de
medallista el arte de golpear sin dejar marca. Libros en el pecho de
su víctima para aumentar el área de presión y disminuir el riesgo
de que aparezcan hematomas, o la toalla mojada son técnicas que se
le han quedado pequeñas desde hace tiempo. Lo suyo es un sadismo más
cruel y sutil que abarca un amplio abanico de torturas. Desde la
bolsa de plástico en la cabeza hasta hacer perder el conocimiento al
detenido, a simulacros de ahogamiento y su favorito: el péndulo,
como el lo llama. Suspender al desgraciado de turno cabeza abajo del
techo, dejando que toda la sangre le congestione la cara y ésta
adquiera un alarmante color púrpura incompatible con la vida, para
dejarle caer y reír entre chascarrillos y botellas de whisky en el
office entre compañeros que celebran las ganancias, o
lamentan las pérdidas, que las apuestas sobre el aguante del
penduleado suelen producir.
Pero no. Hoy no se encuentra con
ánimos para ello. Necesita estar solo. Sabe que el incendio del
motel es la jodida punta del iceberg de lo que está por pasar; y eso
es algo que le aterroriza.
Sobre la mesa del despacho, un
cenicero repleto de colillas da cuenta de su tensión nerviosa, y un
ejemplar del Playboy fechado varios meses atrás muestra a una
despampanante Playmate, de nombre Jayne Mansfield, que desde las
páginas centrales sonríe a la cara como diciendo, ¿qué pretendes
abuelo?
Malhumorado rumia en silencio sus
pesares. Parece un animal acorralado y desesperado. O lo que es lo
mismo, un hijo de puta cabreado. Cierra la revista y la tira contra
la pared. Ni siquiera el culto a Onán ha logrado liberar su mente.
La botella de ginebra del cajón de la mesa se encarga de mitigar su
malestar levemente; si bien la tensión permanece ahí. Agazapada en
la boca del estómago como un francotirador, a la espera del momento
de hacer su entrada estelar en la escena y mandar todo a tomar por el
culo. PUM. Tantos años de servicio, caminando en la cuerda floja
mientras que los de Asuntos Internos se frotaban las manos esperando
el momento de verle caer y cebarse con sus restos, parecen converger
ahora mismo en el presente. Miedo a lo que pueda pasar en las
próximas horas.
El segundo timbrazo del teléfono
interrumpe sus pensamientos.
- ¡He dejado bien claro que no
quiero que se me moleste!- ladra al auricular, encendiéndose un
cigarro.
Su voz suena áspera. Cuarteada
por el tabaco y el alcohol.
- Lo lamento señor O´hara. Es
la segunda vez que llama, e insiste en hablar con usted- se disculpa
la secretaria-. Le he dicho que no estaba usted disponible. Pero ha
insistido...
- ¿A qué se debe tanta
insistencia?- pregunta, arrastrando las palabras.
- No lo sé, señor. Lo único
que me ha dicho es su nombre: Sophie.
Al oír el nombre, el sargento
James O´hara siente cómo todos sus miedos cobran forma material. El
corazón le late desbocado. Martilleándole las sienes. Una docena de
puntos fosforescentes enturbian su mirada y un sudor frío le recorre
el cuerpo. Necesito un trago, piensa, mirando fijamente la botella.
- ¿Sargento? ¿Está usted
bien?- pregunta, asustada, la secretaria en un tono que a oídos de
O´hara resulta agudo y desagradable.
- Sí, sí. No se preocupe.
Páseme la llamada.
Tras unos segundos que se le
antojan eternos, la voz de Sophie suena entre un desagradable
bullicio de fondo: Mesa 4, marchando un rostbif estilo Texano. Mesa
6, un bloody mary para el caballero de la mesa 6. Rápido, que
se acumula el trabajo. Rápido...
- Hola sargento, un placer hablar
con usted. Supongo que ya estará al tanto de todo, ¿no?
- Sophie. ¿Qué has hecho?, por
Dios. ¿Te has vuelto loca?
- No, sargento. No. Ya se lo dije
tras nuestro último encuentro. ¿Lo recuerda? Quería dinero. O
usted me lo proporcionaba, o tendría problemas. No he recibido todo
lo que pedí. Sólo tres de los grandes...
- No pude reunir más- responde,
interrumpiéndola-. Era mucho dinero.
- Por eso he quemado el motel.
Supongo que la prensa estará encantada de saber que el LoveSpring
era la tapadera de un grupo de polis corruptos. Tengo pruebas.
Fotografías. Testimonios...
- Pero...
- ¿De verdad creía que iba a
aguantar eternamente esa mierda? Puedo joderle la vida. Usted me la
jodió a mí hace mucho tiempo, sargento. Yo no era más que una
pobre chica descarriada. ¿Le suena? La violación, el aborto, la
sangre...¿sigo?
- No, Sophie. Por favor, no
sigas- suplica, masajéandose los ojos-. No sigas. Cometí un error.
Estaba drogado. Llegamos a un acuerdo. No puedes hacerme esto.
- ¿No? ¿Quién lo dice? Le
tengo cogido por las pelotas, sargento. Puedo acabar con usted y unos
cuantos como usted simplemente con hacer pública la documentación
que tengo en mi poder- Sophie calla, como si pensara en añadir algo
más o no. En mitad del silencio se cuela una conversación entre dos
hombres que deben estar cerca de ella: ya te lo dije, en este antro
se come mejor que en cualquier restaurante de Las Vegas-. Ah, y por
si me ocurriera alguna desgracia, las pruebas están a buen recaudo.
Basta con que alguien denuncié mi desaparición, o mi muerte, para
que la mitad de los periódicos del país reciban una copia.
- Sophie, ¿qué quieres? Tenemos
que vernos. ¿Dónde estás? Podemos llegar a un acuerdo. Estás
asustada y nerviosa, eso es todo. Confía en mí. Dime dónde estás
e iré a buscarte. Verás como todo se arregla...
- No. No hay acuerdo que valga.
Use a cualquiera de sus confidentes. Presione a cualquier yonqui que
detenga para que actúe como testaferro y que pague los platos rotos.
Me da igual. Sólo quiero mi dinero. La totalidad de la póliza del
seguro. Eso pagará parte de lo que me debe.
- No es tan fácil, Sophie. Dime
dónde estás. Podemos arreglarlo.
- Tiene una semana, sargento.
Conoce perfectamente lo inestable que puedo llegar a ser, o ¿necesita
que le recuerde el numerito del soldado que volvía del frente, las
tijeras, las lágrimas y el bote de barbitúricos? Lo recuerda,
¿verdad? Pues no me obligue a montar algo parecido. El escándalo
sería mayúsculo. Usted deme el dinero, y aquí no habrá pasado
nada.
- Sophie...
- Ya sabe, sargento. Tiene una
semana. De lo contrario, aténgase a las consecuencias.
El sonido intermitente al otro
lado de la línea le indica que Sophie ha colgado antes de que
pudiera responder. Está en un serio aprieto. Francamente jodido. Ha
estado jugando con fuego durante demasiado tiempo sin ser consciente
de que esa puta loca era un polvorín a punto de estallar. Tenía que
haber atajado el problema de raíz, tal y como le aconsejaron los
chicos. Acabar con Sophie tan pronto como saliera del hospital. Un
disparo en la cara. PUM. Un par de bolsas de heroína para
incriminarla y asunto resuelto. Ajuste de cuentas. Y vivir tranquilo.
Pero no. Él no era así. Ella era joven, fácilmente manejable.
Creía que podría salir del paso. Error. El tiempo se encargó de
demostrar su equivocación, y ahora vienen las consecuencias.
Cuelga el teléfono con rabia. Se
sirve un vaso de ginebra y enciende un cigarrillo más; el último
del paquete. Tiene que haber alguna solución, murmura, tiene que
haber una jodida solución. Cada vez lo que todo más negro. El cañón
del 38 apoyado en la sien y fin de la función le empieza a resultar
la única salida heroica a todo el embrollo en el que se ha metido.
Muerto, ella no podría seguir sometiéndole a sus chantajes. Su
carrera ya no correría peligro. Los de Asuntos Internos dejarían de
ser un problema. Aunque, por otro lado, su muerte dejaría demasiados
cabos sueltos y Sophie podría, y sabría, aprovecharse de ellos. O
tal vez no. El Departamento se encargaría de usarlo como chivo
expiatorio. Cargaría con la culpa y todo acabaría ahí. Muerto
podría ser de gran utilidad. Fin del juego para Sophie. La pesadilla
acabaría, pero él no estaría para seguir en el negocio una vez que
se hubiera superado el bache. Debe de haber una alternativa, ¿pero
cuál?
De pronto, una idea surca su
cabeza con violencia, como el retroceso de un Remington apoyado en el
hombro. Se acerca a la mesa. Abre el cajón y saca una agenda forrada
en piel. La hojea deprisa. El tiempo es oro y no están las cosas
como para malgastar calderilla de forma innecesaria. Encuentra el
número que busca. Da una larga calada. Descuelga el teléfono y
marca un número.
Al quinto tono, después de que
la recepcionista pasara la llamada, la voz de una mujer responde al
otro lado de la línea.
-Continuará-
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