― ¡Mamá ese señor habla
muy raro!― exclama un niño de poco más de seis años, agarrando con fuerza el
brazo de su progenitora, quien, con gesto serio mira al guía de la excursión
organizada por El Círculo de Amigos de Alonso Quijano.
―
¡No temas zagal! Eso que ves no son más que gigantes que amedrentan tu alma―
responde don Quijote, levantándose la visera del yelmo―. Yo acabaré con ellos.
Míralos, míralos bien. Por más que muevan sus hercúleos brazos al aire,
desafiando mi acero, pronto morderán el polvo y pagarán cara su arrogancia.
―
Mi señor, no son gigantes― protesta Sancho, acercándose al escaso galope que su
montura le permite.
―
Si no son gigantes, amigo Sancho, ¿qué diantres son?
―
No lo sé mi señor. No lo sé. Todo esto es― titubea el escudero, observando todo
a su alrededor con desconfianza―, es extraño mi señor.
―
No, amigo mío. Es magia. Esos demonios de gran envergadura no son más que
gigantes que os han hablando el seso con algún extraño sortilegio. Mas no
temáis mi fiel Sancho, cuando acabe con ellos verás las cosas de otra manera.
El fruto de sus encantamientos desaparecerá y vuestro seso, amigo mío, volverá
a funcionar. Ya lo veréis.
Dicho
esto, don Quijote vuelve a bajarse la visera del yelmo, y emprende el galope
cegado por la cólera que siente en el pecho.
―
Malandrines, ya os enseñaré yo a embaucar a la gente con vuestros
encantamientos― brama, alzando la lanza al viento.
Sancho,
por su parte, se queda atrás mirando a su alrededor. No cree que todo aquello
sea fruto de magias ni engaños de feria. El suelo se muestra negro y duro, con
franjas gruesas y blancas que lo recorren. El aire es surcado por cuerdas de
aspecto metálico en el que se posan los pájaros. Por no hablar de los carruajes
que hay apostados junto a las extrañas estructuras hacia las que galopa a uña
partida su amo: tienen un aspecto que asusta, de vivos colores y sin caballos.
Francamente, aquello parece un sueño.
Ajeno
a la elucubraciones del bueno de Sancho, un grupo de turistas observa, con la
boca abierta y el teléfono móvil en alto, al extraño tipo que ataviado con
armadura corre a lomos de un caballo famélico rumbo al desastre contra los
molinos eólicos que, según el guía de la excursión, ocupan el mismo lugar que
en su momento ocuparon los famosos molinos contra los que el personaje
cervantino se batió en desigualdad de fuerzas.
El
zumbido de las aspas accionando imanes y mecanismos internos resulta
ensordecedor. Don Quijote aprieta los dientes, sintiendo que el sonido taladra
su cerebro.
―
¡No gritéis botarates sin haber probado aún mi fuerza!― grita enloquecido ante
el fragor de la batalla que está por emprender.
Su
galopada se ve interrumpida por un sonido metálico. Clonc. La lanza se le ha
partido en dos y fruto del impacto, Rocinante, asustado, se ha detenido en seco
lanzando a su jinete por los aires.
A
toda prisa Sancho se aproxima a él para auxiliarle. La muchedumbre, por su
parte, se ríe a carcajadas hablando una extraña jerga que ni el hidalgo
caballero ni su fiel escudero son capaces de comprender: twitter, Facebook,
retwittear, hastag…
―
Sancho, amigo mío, dime qué ha pasado― pregunta con voz ahogada por el dolor
don Quijote.
―
Ya le dije mi señor que no eran gigantes, sino molinos― responde éste,
frunciendo el ceño con resignación.
―
No amigo mío, no. No me refiero al cruel combate en el que he sido derrotad. Me
refiero que a qué ha pasado con esa gente que me ve descalabrado y no corre en
mi auxilio.
Sancho
mira a la muchedumbre que empieza a desfilar frente a ellos con la mirada fija
en las pantallas de sus smartphones.
―
Papá, el señor ese se parece a don Quijote― dice un niño de unos diez años, mirando
orgulloso a su progenitor.
―
No hijo, no. El de los molinos era Alatriste, que lo escribió Quevedo hace
muchos años. A mí me tocó leérmelo en el cole cuando tenía tu edad.
―
¿De verdad?― pregunta el chiquillo, sorprendido ante la fuente de saber que es
su padre.
―
Pues claro, hijo. Venga, vamos a darnos prisa que en un rato hay fútbol y no
quiero perderme el partido. La liga está muy reñida este año.
―
A fe que no lo sé, mi señor― dice Sancho una vez que se quedan a solas en la
explanada―. Mis entendederas no dan para saber si es cosa de magia o no. Pero
me temo que esto que hemos visto no es más que el principio de aquello que los
sabios llaman el futuro.
―
¿Tú crees, amigo mío?― pregunta don Quijote, incorporándose con dificultad.
―
Me temo que sí mi señor. Los tiempos cambian y nosotros ya no formamos parte de
ellos― responde, dejándose caer con pesadez junto a él.
El
sol comienza a declinar en el horizonte, arrancando unos últimos destellos de
su armadura. Hace largo rato que ninguno de los dos habla. Sancho está
mordiéndose un padrastro, mientras que don Quijote mira al horizonte con gesto
cansado, acariciándose los bigotes, mientras que se pregunta qué serán aquellos
nuevos tiempos de los que le ha hablado su escudero. ¿Qué futuro le espera a la
humanidad en la que un hidalgo caballero como él, es ninguneado ante artilugios
tecnológicos cuyo funcionamiento desconoce?