lunes, 25 de septiembre de 2017

I

En el filamento de wolframio de una bombilla incandescente mueren las sombras cegadas por un fogonazo de claridad, una revelación lumínica que rompe en dos la noche como un cometa en el cielo o una verbena de atracciones oxidadas en mitad de un solar de cartón piedra. Un diván hecho de retales de nubes un psicoanalista con un fonendoscopio para auscultar almas perdidas. Una enfermera de cofia y ligueros una polución diurna del color del arco iris sobre el que camina un cangrejo ermitaño. Un gallo que canta a media tarde añorando otros amaneceres en el que dos cuerpos se unían haciendo crujir sábanas de barquillo con el sueño prendido con imperdibles a párpados cuajados de ojeras. Un soplo de viento barre esta página de mi cuaderno limpiando de escombros estas líneas dejándome solo en mitad de un erial

jueves, 17 de agosto de 2017

martes, 15 de agosto de 2017

-2-

La lluvia repiquetea sobre la capota del Chevy. Dentro del coche reina el silencio. Su lugar lo ocupa el humo de cigarrillos fumados deprisa, calentando el filtro y quemando el labio. Ninguno de los dos habla. Él, con la mirada fija en la carretera y controlando por el retrovisor que nadie les sigue. En su cabeza, una orgía de pensamientos y dudas. ¿Cómo han llegado los federales hasta allí? ¿Quién se ha ido de la lengua? La venganza empieza a ganar peso. Necesidad de encontrar al delator. Enseñarle que los muertos no hablan ni acusan. Dos cartuchos en el pecho. Triste final para alguien que lloriquea entre golpe y golpe. Súplicas. Casquillos. Una zanja en mitad del desierto. Paz eterna. Menú para carroñeros. Leyes del hampa.

Por su parte, ella parece absorta en otro tipo de pensamientos. Con el pie marca el ritmo de las gotas que salpican el parabrisas. El bolso apoyado en el regazo. Sabe que las órdenes del señor N. eran sencillas. Sacar a ese desgraciado que la mira de reojo de cuando en cuando de una muerte segura y llevárselo. No sabe qué planes le tiene preparado el capo, pero algo le dice que su independencia a la hora de patearse los bajos fondos y ajustar cuentas empieza a menguar a cada kilómetro que recorren.

Y eso no le gusta. Siempre le ha gustado la libertad de ir y desarrollar su propio modus operandi. Todo vale. Lo único que importa es el objetivo. Lo que pase entre medias queda entre ella y sus víctimas, y ya se sabe, los muertos no hablan. No sabe cómo van a encajar. Pertenecen a dos estratos distintos. Él, un antiguo combatiente de cuando los jóvenes patriotas se dejaban las piernas y la vida en arrozales perdidos en Vietnam. Ella, en cambio, alguien a quien la vida le enseñó demasiado en demasiado poco tiempo. Extraño tándem el que forman, pero es lo que hay.

La carretera sigue deslizándose bajo las ruedas del coche. La lluvia da paso a un frío húmedo. La cuneta pasa veloz dejando siluetas que parecen esbozadas en el cuaderno de un pintor borracho. La autovía sigue desierta. Él coge el último cigarrillo y la mira con gesto de culpa. Se lo ofrece. Ella sonríe. La escena hasta podría resultar tierna, de novela romántica barata. Pero no es el caso. Ella rechaza el ofrecimiento con un gesto. Él se encoge de hombros y lo enciende dando una calada larga. Frente a ellos, a lo lejos, aparece un desvío. Es el suyo. Su anfitrión les espera. Una zona industrial de la época de la posguerra, recuperación económica y demás, abandonada. Edificios medio derruidos. Cascotes. Aparcamientos barridos por el aire y restos de basura. Un almacén acondicionado para que tenga tintes algo decentes. Su destino.

Las luces del Impala recorren el perímetro a cámara lenta. Parece la escena de una película de terror de serie B. En un extremo tres coches aparcados. Instintivamente se acercan a ellos. Una vuelta de control para evitar sorpresas. Todo en orden. Hora de bajar al asfalto y enfrentarse a lo que esté por pasar.

El señor N. les espera dentro. Antes de entrar el rollo de siempre. Medidas de seguridad. Cacheos. Él asumiendo la rutina como algo inevitable. Manos en alto. Golpes en los costados. Deja el 38 a los de la entrada. Limpio. Ella parece objeto de una revisión más profunda. Su cara enmarca la rabia que siente. Manos viciosas deleitándose de lo lindo con sus formas de mujer. Suspira, mordiéndose la lengua. Él vé lo que pasa y no puede evitar un ramalazo de odio. Esa mujer le ha salvado de lo que parecía una muerte segura, y esto le parece excesivo. Ella trabaja para el que está dentro. Esos dos están propasándose. Una cosa es ejecutar a algún cabrón llevándose por delante a su mujer y a sus hijos. Explicar a alguna camarera de manera explícita que el sisar de la caja no está bien visto. Todo eso entra dentro de los negocios. Hay dinero de por medio. Pero la escoria como la que tiene delante le crispa los nervios. La escena acaba. Ella les fulmina con la mirada antes de entrar. Él la cede el paso y apunta mentalmente las facciones de esos dos a toda prisa. El jefe espera y no conviene demorarse en planear las cosas.

- Veo que has salido de una pieza- bromea el señor N., sentado en un aparatoso sofá nada más verlos llegar.

Ella se queda en un segundo plano. Unos metros alejada, fuera del cono de luz mortecina que escapa de una bombilla desnuda que cuelga del techo. Él avanza hasta una distancia prudencial. El hombre que les ha hecho ir da una calada del puro que sostiene con una mano repleta de anillos de oro. Viste un traje rayas gruesas. Caro. Apesta a pasta. Los que le escoltan tampoco andan escasos en parafernalia. Una gran puesta en escena. En la calle lo primero que se aprende es que los tiros y los años a la sombra se los comen siempre los mismos. Los tirados que presumen de tener los kilos o los billetes. Pero el señor N. no es un cualquiera. Muchos de sus rivales podrían dar cuenta de ello. Aunque para poder comunicarse con ellos se necesitara una tabla ouija y un médium de por medio.

- Siento las molestias- sigue diciendo-. No pudimos hacerlo de otra manera. Uno de los italianos largó demasiado. Ya sabes que las nuevas generaciones se pasan la Omerta por el forro de los huevos. Habló con la puta que no debía. Ella fue con el cuento a los federales y uno de ellos me lo dijo a mí.

Trata de asimilar lo que está oyendo. La sensación de haber sido traicionado hace las pupilas se le dilaten y la respiración se le acelere. Necesita el nombre. Nada más. Del resto ya se encargará él. Tenazas y dedos cayendo al suelo como pétalos de una flor mustia. Soplete y plantas de pies flameados. Taladros perforando rótulas...

- No tienes nada que temer. Tu fama te precede. Mientras trabajes para mí, nadie va a ir a por ti. Ahora mismo es imposible llegar al que te delató. Le tienen vigilado. Olvídalo- aclara como si acabara de leerle el pensamiento-. Deja pasar el tiempo. Llegado el momento te daré su cabeza en bandeja, siempre y cuando aceptas mis condiciones. Si no...

Deja la frase en el aire unos segundos. El viento que sopla fuera se cuela por las paredes prefabricadas del edificio, arrancando gemidos a la estructura a modo de mal presagio.

-... no hace falta que te diga cómo acaban estas cosas...

Traga saliva, acariciándose el mentón áspero. No tiene alternativa. Si ha escapado de una encerrona no merece la pena ser desagradecido con su salvador. Sonríe con gesto cansado y la mirada apagada.

- ¿De qué se trata?- pregunta, palmeándose los bolsillos en busca del paquete de tabaco que ha tirado al bajar del coche.

- De momento estate localizable. Si yo fuera tú buscaría otra casa. Ahora mismo puede estar repleta de micros ocultos. Espero que no le tuvieras demasiado cariño a ese cuchitril.,,

Asiente. Algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no guardar recuerdos ni trastos inútiles. A lo que uno coge cariño es lo primero que se pierde, y bastante tiene con seguir respirando. Lo único que en verdad amaba se fue hace tiempo, una mañana de invierno. El vaho escapando de su boca mientras le fulminaba con la mirada con un mudo reproche. Botellas de alcohol barato separándoles. Un adiós y luego la soledad. Más alcohol para distorsionar su realidad. Una cadena de degradación que acabó en una revelación clara, sencilla. Estás muerto ya, no la cagues más lloriqueando por las esquinas y añorándola en silencio. Estás muerto para el mundo, aprovéchalo en tu propio beneficio...

- ¿Cómo nos pondremos en contacto?

- Tranquilo, ella- señala a la mujer que aparece de entre las sombras- será la que dé contigo. Si lo ha hecho una vez, no creo que le cueste mucho volver a hacerlo.

Vuelve a asentir. Razón no le falta.

- Eso sí, lima un poco tu aspereza- añade con una sonrisa-. Vais a tener que trabajar juntos y no quiero problemas.

Los dos que están bajo el foco de luz le miran. Ella, corroborando una teoría de algo que daba por hecho. Él, tratando de asimilarlo. La idea no le gusta ni le seduce. Pero no queda otra, parece decir el gesto que acompaña a su encogimiento de hombros.

- Bien, eso me gusta. Ahora descansad. Pronto tendréis que emplearos a fondo y os quiero descansados...


(-continuará-)

domingo, 13 de agosto de 2017

-1-

En la calle llueve. Es de noche y el asfalto encharcado brilla bajo la luz de las farolas. Dentro, el ambiente es acogedor. Cálido. Una cafetería perdida en un área de descanso con tintes de los años cincuenta. Sofás de piel sintética color turquesa. Mesas blancas. Camareras que se pasean con jarras de café. Camioneros de camisas de cuadros. Una máquina de discos que nadie parece haber tocado en años. Suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez en el que el tiempo se hubiera detenido.

La puerta se abre, dando paso a un tipo que se perfila en el umbral de la entrada empapado. Viste gabardina y un maletín. Entra, mirando a su alrededor. El local está prácticamente vacío. Busca con la mirada un lugar en el que sentarse y matar el tiempo. La puntualidad es una de sus virtudes, y ya se sabe: mejor esperar a ser esperado. Una vida basada en saber que un par de minutos pueden significar recibir un tiro en el pecho o encontrarse con varios patrulleros alertados por los vecinos. Un estrés que se le marca en las ojeras que rodean sus ojos, dándole un aspecto rudo, inquietante. Al que la barba de un par de días que luce contribuye de manera considerable.

Saluda a una de las camareras. Ésta le responde con un guiño. Es un habitual del local. Allí se siente como en casa. Un lugar al que volver a cualquier hora. En cualquier estado. Donde nadie hace preguntas. Sólo se nota su presencia en un murmullo apenas audible pero que tras haber liquidado a alguien por encargo resulta cálido, acogedor. Uno de esos sitios donde volver es casi una necesidad más que una obligación.

Toma asiento junto al ventanal, frente al aparcamiento casi desierto. El peso del chaleco antibalas le molesta en los hombros. Enciende un cigarrillo con parsimonia. Le conocen y hasta que no haya rumiado lo que tiene en la cabeza no va a pedir nada. Mejor así. Da una calada y entonces la ve. Frente a él, dos asientos más allá. Una mujer que parece absorta en sus pensamientos. Una mueca triste, de decepción impresa en unos labios carnosos, pintados de rojo. El pelo rubio, tirando a cobrizo, recogido en un peinado del que escapan varios mechones. En la mano un bolígrafo, y frente a ella un cuaderno. La primera idea que se le pasa por la cabeza es que es una periodista. Una alarma en su interior se enciende. No quiere saber ni de plumillas ni de placas. Dos gremios que se caracterizan más por joder sus intereses que por otra cosa.

Da una calada, apoyando la cabeza en el cristal. Está frío. Suelta el humo lentamente, tratando de no mirar a la mujer. Tal vez hay suerte, y antes de que lleguen sus amigos se ha ido. Eso ahorraría problemas y tener que estar en su compañía más tiempo del necesario. Siempre ha sido así. Algo rápido. Un par de cigarros de espera. La reunión regada por dos cafés aguados. Un adelanto por sus servicios. Y un filete de tres dedos de grosor poco hecho para celebrarlo.

Pelea por no dirigir la mirada hacia ella, pero es imposible. Parece como si ejerciera algún tipo de atracción sobre su mirada. Esa mueca de hastío, de cansancio. Esos ojos, fijos en el papel que tiene delante mientras no para de garabatear. Por un momento se le antoja como una princesa de cuento. Se siente ridículo sólo por pensarlo. Alguien como él, con su profesión y su historial jugando a hacer castillos en el aire mirando a una desconocida. Deja caer la ceniza en el cenicero y trata de mirar hacia otro lado. Fuera, su Chevy Impala aguarda baja la lluvia. Lo único que en verdad le ha importado durante años. Su flamante carrocería. Su huella personal. Mantenerlo impoluto. Emplear las tardes de los domingos para hacerle algunos arreglos. La tapicería impoluta. El arcón de madera del maletero libre de rastros de sangre...

Y en ese momento sus miradas se cruzan. Siente un nudo en la garganta. La imagen frágil, a lo muñequita Disney que se había montado en la cabeza se esfuma. Esos ojos, casi felinos, parecen estudiarle. Su brillo denota determinación. La de alguien que cansado de vivir una vida que intentaron colarle como un cuento, lo que ha hecho es gastar la tinta de ese pufo para levantar el vuelo en libertad y no parar a mirar atrás.

Sin saber por qué, le sonríe. Joder, parece un adolescente enamorado por un flechazo. Lo sabe. Es estúpido todo esto, pero el nudo en la garganta es real. Ahí sigue. Ahogándole. Ella, en cambio, suspira sacando un cigarrillo de una pitillera negra. Desde la barra se acercan varios hombres, compitiendo por ofrecerle fuego. Los mira. El gesto de cansancio aumenta en su facciones y se levanta de su asiento, acercándose a él despacio. Alguien acaba de poner en funcionamiento la Jukebox y suena algo de Elmore James. Todo parece sacado de una película. Cuando llega a su altura, se detiene, como si dudara entre decir algo o coger el encendedor de gasolina directamente de la mesa. Él se lo ofrece con un gesto, sintiendo el resto de las miradas masculinas clavadas en él.

- Gracias- susurra ella, desvolviéndoselo-. Me envía el señor N. Vámonos de aquí. Es una encerrona. Esos camioneros en verdad son federales. En cinco minutos recógeme en la parte trasera. Tengo un encargo para ti.

Cegado aún por el aroma de su cuerpo, tarda en comprender qué le ha dicho. Algo de unos federales, unos camioneros. Parpadea viéndola alejarse hacia su asiento. Una sonrisa boba surca su rostro endurecido por los años y los excesos. Dios, qué bien vendría ahora una ginebra para tratar de entender todo esto.

Hasta que la bruma se disipa. El señor N... Camioneros... Federales... Camioneros sin camiones. El parking está vacío. Ni una triste camioneta de refrescos. Traga saliva, tratando de guardar la compostura. Mira el reloj de Coca-Cola que cuelga de la pared, junto a la entrada a la cocina. Aún queda media hora para su supuesta reunión. Comprueba que el maletín sigue en su sitio, en el suelo, entre sus piernas. La desconfianza va con el sueldo y no seria el primero al que una sonrisa bonita ha esquilmado sin ningún miramiento. Todo sigue en su sitio. Aplasta la brasa contra el fondo del cenicero con rabia, mientas estudia a la parroquia. Desde la nueva perspectiva que le han dado, los camioneros empiezan a levantar sus sospechas. El atuendo es el que viene de serie con la profesión, eso es innegable. Pero hay algo, además de la falta de camiones, que no acaba de encajar. El color de su piel. Están blancos como un oficinista, nada de tonos morenos por franjas tras kilómetros de conducción con el sol de frente. Vuelve a mirar hacia la misteriosa confidente. La música ha enmudecido. Ella no está. La mujer que le ha dado la bienvenida con una sonrisa le mira y asiente. Tiene que salir de allí. Y cuanto antes. Cada minuto que permanece allí se le antoja eterno. Mira de reojo hacia afuera. No hay nadie. El estampido de una bandeja al caer contra el suelo inunda la sala. Los gritos de dos camareras pidiendo disculpas se entrecruzan con voces masculinas diciendo que no pasa nada. La cobertura perfecta. Sin mediar palabra se pone en pie, recoge sus cosas y sale a la carrera. Sólo una idea pasa fugaz por su cabeza mientras atraviesa el parking a toda velocidad: la próxima vez que venga por aquí, tendré que dejar una propina decente.


-Continuará-

martes, 8 de agosto de 2017

El tren de las 3.10 Spanish Version

(continuación)

Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.

Carmen Atienza aguanta el tipo. Sabe que no tienen nada firme contra su Antonio. Es cuestión de esperar. Aguantar el tipo. Hacer de tripas corazón y salir de allí. Un par de días encerrados en casa. Y, una vez que la tormenta amaine, hora de poner tierra de por medio. Un sexto sentido le habla de dinero de por medio. Mucho. Un golpe bien dado. Pero dos y dos son cuatro, y del único golpe que hablan los periódicos es el mismo del que le preguntan los policías. Un asalto a un coche-correo camino de Córdoba. Cadáveres de por medio. La cosa pinta fea. Garrote fijo para los que lo hicieron. A ella le toca la parte difícil. Dar gato por liebre. Inventarse algo creíble, no contradecirse y dar la voz de alarma para que su Antonio ande con ojo, no le carguen a él los muertos. «Mire señora, no me haga perder el tiempo.» dice un policía de profundas ojeras y piel grasienta. «No sé de que me habla, señor agente. Ya les dije que mi Toño no tiene nada que ver con eso que dicen de un robo a un tren. Estuvo con su amigo Paco de Dios. Pregúntenle a él» Y el tema sigue por estos derroteros. «No nos haga perder el tiempo. Podemos ser más expeditivos». «No me diga usté eso señor policía»…

Cuando de pronto pum, sorpresa. La puerta de la sala de interrogatorios se abre. Entra un chaval joven, de mirada nerviosa que al ver a Carmen Atienza se sonroja y baja la mirada. El policía de dentro protesta con un sonoro «¡Cojones, Gutiérrez!» Carmen se pasa la mano por el pelo de manera coqueta. El joven tartamudea una disculpa y entrega un papel. Saludo marcial y el púber de uniforme y pelusilla a falta de mostacho fiero, de hombre, sale de escena. Su superior desdobla la nota y le cambia el gesto. Carmen se teme algo. «Le han pescado, el muy animal ha salido de casa y le han pescado», piensa. Traga saliva. Cierra los ojos, santiguándose. Imagina la escena. Su Toño saliendo a la calle a cuerpo gentil. Una navaja al cinto y un revólver en el bolsillo del pantalón. Siempre ha sido así. Impulsivo. Visceral. Rápido tirando de filo o certero al disparar…

Una sensación de vacío se abre paso en su estómago. El policía esboza un gesto cansado y pide disculpas. Después, sale de la habitación. Ella se queda a solas y con un mal presagio en la cabeza.

Mientras tanto, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Carmen, aguantando el tipo. Antonio Teruel, tieso como la mojama y con media cabeza borrada de un disparo. Donday, alias el Pildorilla, cogiendo un tren rumbo a París. Paco de Dios, en otro pero con dirección opuesta, a Lisboa para pillar un trasatlántico con destino a un país exótico donde pulirse la pasta. Navarrete, pagando deudas de juego y Honorio Sánchez, más de lo mismo. La vida sigue. Al pan, pan. Al vino, vino. Y al fiambre, una paletada de cal y que nos espere muchos años.

Y la noticia llega como una cuchillada. Antonio Teruel se ha quitado de en medio. Carmen se desmorona. Es la hora de las lágrimas. Los llantos y los hipos. Los vahídos fingidos de antes ahora son en serio. Nada de simulacros. Su Toño va camino de ser pasto de gusanos y el palo es de los gordos. Pero más grandes son las consecuencias. Tras unos minutos de incertidumbre y miedo, pide hablar directamente con el comisario. Es hora de poner las cosas en su sitio. Eso no va a devolverle a su marido. No estará esperándola en casa. A lo sumo, un charco de sangre cubierto de serrín y algún plumilla a la espera de hablar con ella. Pero lo que sí le dará, es consuelo. Los que estaban en el fregao también van a pagar el pato.

Más tarde.
La policía tiene algo sólido. Parte de la historia ya la sabían, o intuían. Pero aún así, la declaración les permite estrechar el círculo. Antonio Teruel contactó con Paco de Dios. Ya habían hecho algún trabajo juntos con anterioridad. Había más gente metida. Un tal Navarrete y uno más joven de rasgos afeminados que le llamaban el Pildorilla. Otro más grande estaba metido también en el asunto, pero de ése, señor agente, no le sé decir el nombre. Y eso es todo. La escena termina con una colérica Carmen Atienza exigiendo justicia. No por sentimiento de culpa o por deseos de limpiar el nombre de su marido. Simplemente para que otros corran su misma suerte. Ojo por ojo. Y el verdugo ganándose el pan.

Días más tarde.
Los cuatro involucrados están a buen recaudo. De Dios cayó cerca de Badajoz en un tren. Dos civiles uniformados le esperaban. «Buenas tardes, caballero. ¿Es usted Francisco de Dios Figueras?» «¿Por qué?» «Diga sí o no». Mirada de las que asustan por parte de los del tricornio. Paco titubeando hasta musitar un sí. Uno menos.

Honorio Sánchez seguía con su vida de derroche y deudas. Su posición no era la misma que la de Teruel y los otros desgraciados. Se sentía superior. Intocable. Hasta que llegó la visita inesperada. Finca en Ciudad Real. Aires de realeza. De gente de bien. Los que van a por él, se sienten intimidados. Una cosa es cumplir uno con su deber en mitad de un camino al acecho de un roba gallinas, y otra muy distinta ir a dar por saco a gente de posibles. Pero las cosas hay que hacerlas. Mentón alto. Paso decidido y que sea lo que Dios quiera. Nueva ristra de preguntas. Respuestas altaneras. «Sí, soy yo. ¿Quiénes coño se creen ustedes que son para venir a mi casa a molestar?» La cosa se tensa un poco. Pero al final, Honorio Sánchez también es detenido. Otro menos, y van dos.

Donday a lo suyo. Las drogas químicas de última generación y darse una vida de lujo en Francia. Hasta que escucha algo sobre la detención de sus compinches y el suicidio de Antonio Teruel. Hostias. Mal asunto. Hora de dar la cara. Mejor poner las cosas fáciles, no sea que al final se tuerzan. Se presenta en la embajada de España en Francia y suelta lo que sabe. Le ponen bajo custodia y a esperar a que le reclamen de Madrid. Y con la tontería, ya van tres.

Navarrete es el que lo tiene más jodido de todos. Lleva unos días indispuesto. Sintiéndose mal. La muerte de los del tren le hace tener pesadillas. No era necesario acabar con ellos, simplemente sedarles con la mezcla que había preparado Donday. Pero la cosa se torció, joder. Una chapuza. Por ello, cuando la policía llama a la puerta de su habitación suspira aliviado. Solloza asustado, pero el calvario del silencio impuesto ha terminado. Lo que tenga que ser, será. Pero la entereza se le cae a los pies cuando es engrilletado y sacado de la cama a golpes. Su padre, Guardia Civil e íntimo amigo de Primo de Rivera, observa la escena en silencio. Avergonzado. Con autoridad detiene la comitiva. Los policías se apartan. Plas. Abofetea a su hijo. Después, ordena que se lo lleven. Cuatro. Póquer de detenidos.

La justicia actúa con velocidad. El único que se salva es Donday. Veinte años a la sombra y a vivir que son dos días. El resto, garrote. Ni apelación ni indulto ni hostias. Los días pasan y llega la noche del día de antes. Están los tres en la celda de Paco. Éste fuma en silencio, asumiendo lo que está por venir. Honorio y Navarrete se desmoronan. Lágrimas y lamentos. La misma mierda de los interrogatorios tratando de cargar el mochuelo a los demás. Y los mismos resultados: nada. Su suerte está echada. La cuenta atrás ha empezado. El resto de lo que pase es mero artificio para tenerlos entretenidos unas horas. Comunión y rezos de madrugada. Deseo de dejar testamento por escrito. Otra misa, por si con la primera no habían tenido suficiente. Y hora de salir de la celda. Empieza el desfile.

El primero en salir es Honorio Sánchez. Son las seis de la madrugada. El tiempo es fresco. Avanza con pesadez. Suplicando. Despedidas entre lágrimas y balbuceos. Besos a los crucifijos de los sacerdotes que le llevan al garrote. Más lamentaciones. Una vuelta. La voz y los llantos ya no salen tan fluidos, les cuesta un poco más. Nueva vuelta. Un sonido gutural. Clac. Después, nada.

A las seis y diez sale Paco de Dios. El que pensaba que iba a ser el viaje de su vida ha cambiado un poco. Nada de ron y playas. Toca suelo de piedra y dos verdugos borrachos. Camina con la cabeza alta. Un hombre resuelto que asume las consecuencias de sus actos. Le sientan. Aquí no hay lloros ni súplicas. Una mirada desafiante a su alrededor. Caperuza de tela negra. Dos vueltas. El tornillo que chirría un poco y un reguero de orina en la pernera del pantalón dando fé de su muerte.

Desde que se quedó solo en la celda, Navarrete está inquieto. Nervioso. Intenta tragar saliva pero tiene la garganta seca. Le falta el aire. Gimotea y pide un tranquilizante que le ayude a pasar este último trance. No hay manera. A las seis y diecinueve se acaban las gilipolleces y las contemplaciones. Finge estar desmayado y le tienen que llevar en vilo. Tampoco es que importe demasiado. Le sientan en el banquillo. Los verdugos tienen que hacer algo más de fuerza. Uno resopla. El otro le mira. Una última vuelta acompañada de un último esfuerzo hasta que su gaznate suena como una nuez al partirse. Clac.


Un fiambre más en el patio de la cárcel. Curas haciendo la señal de la cruz y hora de largarse. Es el momento de las mortajas y las plañideras. Un tren expreso. Un coche-correo. Un palo que apuntaba maneras. Seis muertos y lo que iba a ser la hostia, se descubre como una chapuza. A eso se resume todo. 

lunes, 31 de julio de 2017

De brotes de soja y palos erróneos

Primera parte:

El plan es sencillo. Cuatro tíos. Una tienda de chinos. Patada a la puerta y entran tres. El otro vigilando desde el coche. Gritos. Órdenes. Mensaje sencillo y conciso, que no están las cosas para andar pidiendo traductores a la embajada. Chino, ya me vas abriendo la caja y la vacías en esta bolsa. Tú, la del mostrador, saca los cartones de tabaco. No nos toquéis los cojones que no estamos para tonterías. Todo esto apuntando con la recortada y la cara tapada con medias. Así rollo película de Hollywood. La cosa cuaja y los dependientes obedecen. El tercero, a falta de nada mejor que hacer arrampla con los estantes cercanos. Los nervios son muy malos y a unos les da por fumar como si no hubiera un mañana. A otros, en cambio, por la comida basura. La vida es simple, naces y mueres y antes o después todos acabamos siendo pasto de gusanos.

La cosa termina. Los tres saliendo. Uno de los de dentro que quiere emular a los de la saga Lee y acaba como Brandon. Pum. Plomazo en la cara. Cirugía radical. De valientes el cementerio está lleno y éste va camino del olimpo de los héroes anónimos. La herramienta aún suelta humo cuando se montan en el coche. Respiración entrecortada y subidón de adrenalina. Hora de salir por piernas de allí, no sea que tanto ruido traiga oídos curiosos y estos vistan de azul y piloten un coche patrulla.

Segunda parte:

Las cosas van como van. La pasta se pule. Demasiadas fiestas. Demasiada farla. Demasiadas putas. Y claro, la avaricia rompe el saco y cuando éste se queda sin un pavo toca volver a las andadas. Si una vez la cosa ha funcionado, por qué no lo va a hacer otra. Y al lío. Mismo modus operandi. Otra tienda de chinos y el mismo rollo. Pero claro, tanto va el cántaro a la fuente que se acaba rompiendo. Y en la calle, esta rotura siempre se ve precedida por lenguas que hablan demasiado y oídos indiscretos que oyen más de la cuenta.

Nueva patada a la puerta. Cristales saltando por los aires. El clinclinc de un móvil que cuelga del techo enmudece al ser arrancado de cojo. El local parece sin moros en la costa. Dos plantas. Muchas estanterías. El amigo de la comida basura a vaciarlas. Los otros dos a amenazar y gritar. El que va de líder se viene arriba, metiéndose en el papel. Vamos amarillo, dame lo que te pido o te borro esa sonrisa de la puta cara, cabrón. Tensión. El chino que ni se inmuta. Sonrisilla de no entendel, ¿quieles celvesa flía? y vuelta a empezar. Los nervios que se tensan como cuerdas de piano. Ruidos extraños en la planta de abajo. Una puerta que se cierra de un portazo. Pasos atropellados por las escaleras y en un visto y no visto, quince tíos con pinta de ninjas apareciendo de la nada. Las cosas empiezan a torcerse. Desde la calle se escucha el chirrido de unas ruedas quemando asfalto. Pintan bastos y aquí no hay rescates que valgan. Los muertos de hambre que juegan a los gangsters no son un banco. Aquí ni dios va a mover un dedo por ellos. Pero mejor dejemos que la cosas se sigan desarrollando.

Tercera parte:

Una mesa de madera y un martillo de cabeza redonda. Pumb. Unos nudillos que se rompen. Y los golfos amateur que antes gritaban dándoselas de machitos, ahora chillan como cerdos a medio degollar. Lamentaciones. Súplicas. Huesos que crujen. Órganos que revientan. Una clase magistral de bricolaje humano.

Dos de los atracadores están inconscientes en el suelo. El tercero aún se resiste. Le han curtido de lo lindo, pero aún se mantiene en pie. La puerta del sótano se abre, dejando entrar un poco de aire fresco del exterior. Allí dentro huele a sudor y miedo. Fluidos corporales y humedad. El cambio se agradece por unos segundos.

Entran dos tíos. Uno alto y delgado, cargado con bolsas empapadas en grasa y especias. El otro con pinta de emperador. Los que se están ganando el pan se hacen a un lado cuando llegan a su altura. El respeto es palpable. Hablan entre ellos. Él asiente y se gira hacia la mesa. Parece evaluar lo que ve. Vuelve a asentir. Sonríe. Los ojos se le cierran más aún. Parece pensárselo. Se fija en los dos del suelo. Se acaricia el mentón. Hace un gesto inequívoco de pasarse el pulgar por el gaznate y se marcha por donde ha venido, junto a su silencioso compañero. La suerte esta echada y la respuesta no va a tardar mucho en llegar. Pero antes, comer algo en los tuppers que les han llevado. Lo primero es lo primero y al parecer durante un tiempo el pollo teriyaki no va a ser muy aconsejable en el restaurante de la planta de arriba,

Cuarta parte:

Enemigo que huye, puente de plata. O eso piensa el que dejó tirado a los tres de dentro de la tienda. Coche calcinado. Eliminación de pruebas. Y a vivir que son dos días. Aunque a juzgar por los que andan unos paso detrás de él, podemos decir que de esas cuarenta y ocho horas, le quedan sólo cinco minutos. Y si llega.

Pero mejor dejemos que respire y vayamos concluyendo. Que como bien dice el refrán siciliano «Cu é surdu, orbu e taci, campa ceni'anni'mpaci». Ya se sabe, quien es sordo, mudo y ciego vive cien años en paz, y servidor prefiere llegar a viejo pese a los achaques que acabar escabechado entre brotes de soja en la mesa de algún comensal aficionado a los precios económicos.


domingo, 30 de julio de 2017

Silencio

La habitación huele al desayuno que acaban de subirnos y que aún no hemos tocado. Café solo, doble y sin azúcar. Leche templada, un sobre de Cola-Cao y tostadas recién hechas con tomate y aceite.

Estamos sentados frente a frente. Tú, con la espalda apoyada contra el cabecero. Yo, con las piernas cruzadas a los pies de la cama. Estamos en silencio. Es una situación un tanto peculiar. Hace tres días, como aquel que dice, ninguno de los dos sabía de la existencia del otro. Y ahora míranos. Parecemos dos personajes de novela barata escrita por un aficionado con resaca un domingo cualquiera.

Me aguantas la mirada de una manera que me invita a acercarme. Y eso hago. Lo primero que supe de ti, es que tu sonrisa, o eso decías, era falsa. Eso es porque nunca has visto el brillo de tus ojos jugando con la luz del sol que entra por la ventana. Tienen un color difícil de explicar y menos aún a estas horas.

Tratas de decir algo, pero no te dejo. Mi dedo índice apoyado en tus labios te hace callar. De fondo se oye el mar chocando contra los pilares del hotel. Dejamos que su suave ronroneo se instale entre nosotros. Un mechón te cae sobre la cara y lo apartas al instante. Nuestras manos se rozan como si llevaran buscándose una eternidad que acaba de terminar, desatando una magia que hasta ese momento había permanecido oculta, tal vez por timidez o torpeza.

Volvemos a mirarnos, buceando cada uno en las pupilas del otro. Veo mi reflejo en las tuyas. Supongo que tú también en las mías, pero deja que te describa. Siempre me ha gustado jugar a eso, a explicar con pocas palabras aquello que ni mil imágenes podrían decir. El pelo cayéndote sobre el hombro izquierdo, la barbilla algo levantada, dejando a la vista un cuello que suena suave en mi imaginación.

Sin ser consciente de ello, mi mano acaricia tus mejillas. Es un acto involuntario, deliberado pero sin premeditación. Tus pómulos se deslizan bajo la yema de mis dedos como si estuvieran hechos precisamente para eso. Para jugar al escondite entre ellos, mientras que nosotros seguimos bebiéndonos el silencio que nos rodea y la distancia que nos separa.

Estamos cerca el uno del otro. Nunca antes lo habíamos estado antes. Ni siquiera la noche anterior cuando emprendimos la huida de todo cuanto nos rodeaba y marcaba nuestro día a día. Eso sí que fue un acto impulsivo. Loco incluso. Casi dos desconocidos que se embarcaban en una historia aún por escribir frente a dos platos de comida rápida en una estación de tren. Sí, ya sé que todo no empezó precisamente como en un cuento de hadas. Tal vez un marmitako y un buen vino habría sido un comienzo más interesante. Lo sé, pero nunca he sido amigo de buenos prólogos sino de mejores finales.

Nos acercamos un poco más, tanto que casi llegamos a besarnos. Cierro los ojos, me humedezco los labios y trato de recorrer esos pocos milímetros que me separan de ti en el menor tiempo posible.


Y entonces, en lugar de ello, el molesto zumbido del despertador me obliga a abrir los ojos y parpadear tratando de enfocar lo que me rodea. No. No estoy en una habitación de ensueño con bonitas vistas al mar. Tampoco estás a mi lado. El aire no huele a café y pan recién tostado. Sólo a tabaco y soledad.