La televisión está encendida aunque no le haces
mucho caso. Estás pendiente del móvil. De fondo, una periodista joven, con
pinta de estar en prácticas, mantiene el gesto serio. El titular suena
contundente, con gancho. “El crimen del
verano”. La cámara muestra un área de descanso perdida en la España
profunda, allí donde los problemas de lindes y honores se arreglan con
escopetas de postas en plena canícula.
Un niño pulula de un
lado para otro. La cara distorsionada por aquello de no mostrar imágenes de
menores. Junto a él van dos adultos. Gesto serio y ropa de médicos de
ambulancia. Junto a la periodista aparece un notas con la cara blanca y la
mirada perdida. Empieza a hablar:
― Íbamos camino de
Sevilla y hemos parado aquí. Mi hijo estaba cansado y hemos salido a tomar el
aire y… y… y hemos encontrado…
No termina de hablar.
Se le quiebra la voz. Ojos brillantes. Lágrimas asomando y problemas de hiperventilación.
Crisis de ansiedad a la vista. La cámara se mueve unos centímetros, enfocando a
la periodista una vez más.
― Testimonio
sobrecogedor de quien junto a su hijo de ocho años ha encontrado el cadáver…
Levantas la vista. La
escena muestra varios coches de la Guardia Civil y un par de ambulancias. Está
anocheciendo y las luces de las sirenas se entremezclan arrancando sombras
nerviosas a su alrededor.
Te abres una cerveza.
Un sorbo. La habitación en la que estás es austera y parece un horno. Un catre
barato. Una televisión de tubos catódicos y una nevera de camping llena de
hielo y latas de cerveza. Otro trago. Sofocas un eructo ácido. Vuelves a mirar
el móvil. Nada. Sin novedades. La llamada que esperas no llega. Compruebas que
la cobertura es óptima una vez más. De haber sabido cómo iba a acabar todo te
habrías metido una revista en la maleta. Pero no pudo ser. Todo fue un visto y
no visto. Un tío contactando contigo. Un sobre con bastantes billetes y otro
con unas señas. El resto a tu elección. Improvisación. Eres un especialista en
lo tuyo y ya se sabe, el duende del artista
no entiende de restricciones.
― El cuerpo iba
indocumentado, pero, según fuentes policiales, todo apunta a un ajuste de
cuentas relacionado con el narcotráfico…
Sonríes. Gesto torcido.
Ajustes de cuentas... Sabes un poco de qué va la movida.
Te duele la espalda. Te
pones en pie. Hora de empezar a caminar de un lado a otro como un animal
enjaulado. Tienes la ropa pegada al cuerpo. La humedad y la temperatura ahí
dentro son asfixiantes.
Tratas de mantener la
calma. Antes o después sonará tu móvil. Hora de acabar el trabajo. Un alijo
cambiando de mano, o, mejor dicho, de maletero. Un par de horas conduciendo
atento a controles de carretera y la entrega. Después, sólo calma y otro sobre
repleto de billetes de cincuenta. Hora de darse una vida padre en algún paraíso
tropical de estos en los que siempre es verano. Daiquiris. Fiestas a pie de
playa. Tías de las que dejan con la boca abierta al más pintado. Gente del
mundillo con la que establecer nuevos contactos. Todo llega, lo demás es
cuestión de paciencia y cabeza fría.
Más tarde.
El reloj sigue
avanzando. La cadena no debe tener mucha morralla rollo concurso o tertulianos
con los que llenar las horas, y ahí sigue la periodista. Cercos de sudor en las
axilas. Piel grasienta, gesto cansado. Y revuelo a sus espaldas.
― Nos comunican que
acaban de encontrar un coche en las inmediaciones ― dice con voz ronca tras
aclararse la garganta un par de veces.
Contienes la
respiración y ahora eres tú el que tiene la boca seca. La cámara sigue
avanzando. Un vehículo negro. Impactos de bala en el lado del conductor. El
parabrisas hecho un Cristo. El maletero abierto. Un agente alumbrando en su
interior. El corazón te late deprisa. Cierras los ojos repasando qué cabos
sueltos has podido dejar como para que todo se vaya al carajo. No hay suerte.
Tus reflexiones se cortan de raíz. Tu móvil suena.
― Acabamos de verlo en televisión.
Buen trabajo. Descansa un poco y mañana cerramos el trato― inconscientemente,
al oír esto, miras a las bolsas de deporte que hay amontonadas en el suelo―. Ya
sabes dónde.
Respondes con brevedad
y cuelgas. Ahora sí que empieza el baile. Coges aire y te enciendes un cigarrillo.
Quedan pocos y se te antoja que la noche se te va a hacer eterna. Marcas un
número de memoria. Un tono. Dos. Al tercero responde una voz de hombre.
― Todo ha salido según
lo previsto. Mañana haré la entrega. Quiero a los chicos preparados. Coches
camuflados y uniformes bien visibles. No habrá ojos indiscretos así que no hay
nada que temer. Después…
La comunicación es pésima. Mi compañero y yo
tratamos de afinar un poco y grabarlo todo. Bingo. El ruido electrostático desaparece
justo a tiempo para oírte decir que el
perico ya tiene comprador. Sólo hay que hacer dos partes. La oficial y la que
no llegará a comisaría.
Sonrío. Llevo demasiado
tiempo deseando que llegue este momento. Me relamo como un malo de película
Disney. Tantos meses de seguimiento y trabajo que llegan a su fin. En mi cabeza
una certeza. La cocaína no va a ser lo único que no llegará a comisaría. A los
que se la has jugado han puesto precio a tu pellejo y ando falto de fondos. Por
muy de Asuntos Internos que sea tengo
que comer y pasar la manutención a mi ex. Y un sobresueldo no viene nada mal,
la verdad. Yo les pongo tras tu pista. Ellos hacen el resto. Y mi compañero y
yo poniendo cara de sorpresa cuando lleguemos a la zona y encontremos tu
cadáver. Así es la vida. A veces, a la hora de cazar malos hay que ponerse en
contacto con los que son peores. Justica poética podíamos llamarlo, o
simplemente vender el culo al mejor postor.