Aquí os paso un enlace a mi última colaboración en la revista Solo Novela Negra.
Espero que os guste:
http://solonovelanegra.com/redes-sociales/
jueves, 17 de agosto de 2017
martes, 15 de agosto de 2017
-2-
La
lluvia repiquetea sobre la capota del Chevy. Dentro del coche reina
el silencio. Su lugar lo ocupa el humo de cigarrillos fumados
deprisa, calentando el filtro y quemando el labio. Ninguno de los dos
habla. Él, con la mirada fija en la carretera y controlando por el
retrovisor que nadie les sigue. En su cabeza, una orgía de
pensamientos y dudas. ¿Cómo han llegado los federales hasta allí?
¿Quién se ha ido de la lengua? La venganza empieza a ganar peso.
Necesidad de encontrar al delator. Enseñarle que los muertos no
hablan ni acusan. Dos cartuchos en el pecho. Triste final para
alguien que lloriquea entre golpe y golpe. Súplicas. Casquillos. Una
zanja en mitad del desierto. Paz eterna. Menú para carroñeros.
Leyes del hampa.
Por
su parte, ella parece absorta en otro tipo de pensamientos. Con el
pie marca el ritmo de las gotas que salpican el parabrisas. El bolso
apoyado en el regazo. Sabe que las órdenes del señor N. eran
sencillas. Sacar a ese desgraciado que la mira de reojo de cuando en
cuando de una muerte segura y llevárselo. No sabe qué planes le
tiene preparado el capo, pero algo le dice que su independencia a la
hora de patearse los bajos fondos y ajustar cuentas empieza a menguar
a cada kilómetro que recorren.
Y
eso no le gusta. Siempre le ha gustado la libertad de ir y
desarrollar su propio modus operandi. Todo vale. Lo
único que importa es el objetivo. Lo que pase entre medias queda
entre ella y sus víctimas, y ya se sabe, los muertos no hablan. No
sabe cómo van a encajar. Pertenecen a dos estratos distintos. Él,
un antiguo combatiente de cuando los jóvenes patriotas se dejaban
las piernas y la vida en arrozales perdidos en Vietnam. Ella, en
cambio, alguien a quien la vida le enseñó demasiado en demasiado
poco tiempo. Extraño tándem el que forman, pero es lo que hay.
La
carretera sigue deslizándose bajo las ruedas del coche. La lluvia da
paso a un frío húmedo. La cuneta pasa veloz dejando siluetas que
parecen esbozadas en el cuaderno de un pintor borracho. La autovía
sigue desierta. Él coge el último cigarrillo y la mira con gesto de
culpa. Se lo ofrece. Ella sonríe. La escena hasta podría resultar
tierna, de novela romántica barata. Pero no es el caso. Ella rechaza
el ofrecimiento con un gesto. Él se encoge de hombros y lo enciende
dando una calada larga. Frente a ellos, a lo lejos, aparece un
desvío. Es el suyo. Su anfitrión les espera. Una zona industrial de
la época de la posguerra, recuperación económica y demás,
abandonada. Edificios medio derruidos. Cascotes. Aparcamientos
barridos por el aire y restos de basura. Un almacén acondicionado
para que tenga tintes algo decentes. Su destino.
Las
luces del Impala recorren el perímetro a cámara lenta. Parece la
escena de una película de terror de serie B. En un extremo tres
coches aparcados. Instintivamente se acercan a ellos. Una vuelta de
control para evitar sorpresas. Todo en orden. Hora de bajar al
asfalto y enfrentarse a lo que esté por pasar.
El
señor N. les espera dentro. Antes de entrar el rollo de siempre.
Medidas de seguridad. Cacheos. Él asumiendo la rutina como algo
inevitable. Manos en alto. Golpes en los costados. Deja el 38 a los
de la entrada. Limpio. Ella parece objeto de una revisión más
profunda. Su cara enmarca la rabia que siente. Manos viciosas
deleitándose de lo lindo con sus formas de mujer. Suspira,
mordiéndose la lengua. Él vé lo que pasa y no puede evitar un
ramalazo de odio. Esa mujer le ha salvado de lo que parecía una
muerte segura, y esto le parece excesivo. Ella trabaja para el que
está dentro. Esos dos están propasándose. Una cosa es ejecutar a
algún cabrón llevándose por delante a su mujer y a sus hijos.
Explicar a alguna camarera de manera explícita que el sisar de la
caja no está bien visto. Todo eso entra dentro de los negocios. Hay
dinero de por medio. Pero la escoria como la que tiene delante le
crispa los nervios. La escena acaba. Ella les fulmina con la mirada
antes de entrar. Él la cede el paso y apunta mentalmente las
facciones de esos dos a toda prisa. El jefe espera y no conviene
demorarse en planear las cosas.
-
Veo que has salido de una pieza- bromea el señor N., sentado en un
aparatoso sofá nada más verlos llegar.
Ella
se queda en un segundo plano. Unos metros alejada, fuera del cono de
luz mortecina que escapa de una bombilla desnuda que cuelga del
techo. Él avanza hasta una distancia prudencial. El hombre que les
ha hecho ir da una calada del puro que sostiene con una mano repleta
de anillos de oro. Viste un traje rayas gruesas. Caro. Apesta a
pasta. Los que le escoltan tampoco andan escasos en parafernalia. Una
gran puesta en escena. En la calle lo primero que se aprende es que
los tiros y los años a la sombra se los comen siempre los mismos.
Los tirados que presumen de tener los kilos o los billetes. Pero el
señor N. no es un cualquiera. Muchos de sus rivales podrían dar
cuenta de ello. Aunque para poder comunicarse con ellos se necesitara
una tabla ouija y un médium de por medio.
-
Siento las molestias- sigue diciendo-. No pudimos hacerlo de otra
manera. Uno de los italianos largó demasiado. Ya sabes que las
nuevas generaciones se pasan la Omerta por el forro de los huevos.
Habló con la puta que no debía. Ella fue con el cuento a los
federales y uno de ellos me lo dijo a mí.
Trata
de asimilar lo que está oyendo. La sensación de haber sido
traicionado hace las pupilas se le dilaten y la respiración se le
acelere. Necesita el nombre. Nada más. Del resto ya se encargará
él. Tenazas y dedos cayendo al suelo como pétalos de una flor
mustia. Soplete y plantas de pies flameados. Taladros perforando
rótulas...
-
No tienes nada que temer. Tu fama te precede. Mientras trabajes para
mí, nadie va a ir a por ti. Ahora mismo es imposible llegar
al que te delató. Le tienen vigilado. Olvídalo- aclara como si
acabara de leerle el pensamiento-. Deja pasar el tiempo. Llegado el
momento te daré su cabeza en bandeja, siempre y cuando aceptas mis
condiciones. Si no...
Deja
la frase en el aire unos segundos. El viento que sopla fuera se cuela
por las paredes prefabricadas del edificio, arrancando gemidos a la
estructura a modo de mal presagio.
-...
no hace falta que te diga cómo acaban estas cosas...
Traga
saliva, acariciándose el mentón áspero. No tiene alternativa. Si
ha escapado de una encerrona no merece la pena ser desagradecido con
su salvador. Sonríe con gesto cansado y la mirada apagada.
-
¿De qué se trata?- pregunta, palmeándose los bolsillos en busca
del paquete de tabaco que ha tirado al bajar del coche.
-
De momento estate localizable. Si yo fuera tú buscaría otra casa.
Ahora mismo puede estar repleta de micros ocultos. Espero que no le
tuvieras demasiado cariño a ese cuchitril.,,
Asiente.
Algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no guardar
recuerdos ni trastos inútiles. A lo que uno coge cariño es lo
primero que se pierde, y bastante tiene con seguir respirando. Lo
único que en verdad amaba se fue hace tiempo, una mañana de
invierno. El vaho escapando de su boca mientras le fulminaba con la
mirada con un mudo reproche. Botellas de alcohol barato separándoles.
Un adiós y luego la soledad. Más alcohol para distorsionar su
realidad. Una cadena de degradación que acabó en una revelación
clara, sencilla. Estás muerto ya, no la cagues más lloriqueando por
las esquinas y añorándola en silencio. Estás muerto para el mundo,
aprovéchalo en tu propio beneficio...
-
¿Cómo nos pondremos en contacto?
-
Tranquilo, ella- señala a la mujer que aparece de entre las sombras-
será la que dé contigo. Si lo ha hecho una vez, no creo que le
cueste mucho volver a hacerlo.
Vuelve
a asentir. Razón no le falta.
-
Eso sí, lima un poco tu aspereza- añade con una sonrisa-. Vais a
tener que trabajar juntos y no quiero problemas.
Los
dos que están bajo el foco de luz le miran. Ella, corroborando una
teoría de algo que daba por hecho. Él, tratando de asimilarlo. La
idea no le gusta ni le seduce. Pero no queda otra, parece decir el
gesto que acompaña a su encogimiento de hombros.
-
Bien, eso me gusta. Ahora descansad. Pronto tendréis que emplearos a
fondo y os quiero descansados...
(-continuará-)
domingo, 13 de agosto de 2017
-1-
En
la calle llueve. Es de noche y el asfalto encharcado brilla bajo la
luz de las farolas. Dentro, el ambiente es acogedor. Cálido. Una
cafetería perdida en un área de descanso con tintes de los años
cincuenta. Sofás de piel sintética color turquesa. Mesas blancas.
Camareras que se pasean con jarras de café. Camioneros de camisas de
cuadros. Una máquina de discos que nadie parece haber tocado en
años. Suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez
en el que el tiempo se hubiera detenido.
La
puerta se abre, dando paso a un tipo que se perfila en el umbral de
la entrada empapado. Viste gabardina y un maletín. Entra, mirando a
su alrededor. El local está prácticamente vacío. Busca con la
mirada un lugar en el que sentarse y matar el tiempo. La puntualidad
es una de sus virtudes, y ya se sabe: mejor esperar a ser esperado.
Una vida basada en saber que un par de minutos pueden significar
recibir un tiro en el pecho o encontrarse con varios patrulleros
alertados por los vecinos. Un estrés que se le marca en las ojeras
que rodean sus ojos, dándole un aspecto rudo, inquietante. Al que la
barba de un par de días que luce contribuye de manera considerable.
Saluda
a una de las camareras. Ésta le responde con un guiño. Es un
habitual del local. Allí se siente como en casa. Un lugar al que
volver a cualquier hora. En cualquier estado. Donde nadie hace
preguntas. Sólo se nota su presencia en un murmullo apenas audible
pero que tras haber liquidado a alguien por encargo resulta cálido,
acogedor. Uno de esos sitios donde volver es casi una necesidad más
que una obligación.
Toma
asiento junto al ventanal, frente al aparcamiento casi desierto. El
peso del chaleco antibalas le molesta en los hombros. Enciende un
cigarrillo con parsimonia. Le conocen y hasta que no haya rumiado lo
que tiene en la cabeza no va a pedir nada. Mejor así. Da una calada
y entonces la ve. Frente a él, dos asientos más allá. Una mujer
que parece absorta en sus pensamientos. Una mueca triste, de
decepción impresa en unos labios carnosos, pintados de rojo. El pelo
rubio, tirando a cobrizo, recogido en un peinado del que escapan
varios mechones. En la mano un bolígrafo, y frente a ella un
cuaderno. La primera idea que se le pasa por la cabeza es que es una
periodista. Una alarma en su interior se enciende. No quiere saber ni
de plumillas ni de placas. Dos gremios que se caracterizan más por
joder sus intereses que por otra cosa.
Da
una calada, apoyando la cabeza en el cristal. Está frío. Suelta el
humo lentamente, tratando de no mirar a la mujer. Tal vez hay suerte,
y antes de que lleguen sus amigos se ha ido. Eso ahorraría
problemas y tener que estar en su compañía más tiempo del
necesario. Siempre ha sido así. Algo rápido. Un par de cigarros de
espera. La reunión regada por dos cafés aguados. Un adelanto por
sus servicios. Y un filete de tres dedos de grosor poco hecho para
celebrarlo.
Pelea
por no dirigir la mirada hacia ella, pero es imposible. Parece como
si ejerciera algún tipo de atracción sobre su mirada. Esa mueca de
hastío, de cansancio. Esos ojos, fijos en el papel que tiene delante
mientras no para de garabatear. Por un momento se le antoja como una
princesa de cuento. Se siente ridículo sólo por pensarlo. Alguien
como él, con su profesión y su historial jugando a hacer castillos
en el aire mirando a una desconocida. Deja caer la ceniza en el
cenicero y trata de mirar hacia otro lado. Fuera, su Chevy Impala
aguarda baja la lluvia. Lo único que en verdad le ha importado
durante años. Su flamante carrocería. Su huella personal.
Mantenerlo impoluto. Emplear las tardes de los domingos para hacerle
algunos arreglos. La tapicería impoluta. El arcón de madera del
maletero libre de rastros de sangre...
Y
en ese momento sus miradas se cruzan. Siente un nudo en la garganta.
La imagen frágil, a lo muñequita Disney que se había montado en la
cabeza se esfuma. Esos ojos, casi felinos, parecen estudiarle. Su
brillo denota determinación. La de alguien que cansado de vivir una
vida que intentaron colarle como un cuento, lo que ha hecho es gastar
la tinta de ese pufo para levantar el vuelo en libertad y no parar a
mirar atrás.
Sin
saber por qué, le sonríe. Joder, parece un adolescente enamorado
por un flechazo. Lo sabe. Es estúpido todo esto, pero el nudo en la
garganta es real. Ahí sigue. Ahogándole. Ella, en cambio, suspira
sacando un cigarrillo de una pitillera negra. Desde la barra se
acercan varios hombres, compitiendo por ofrecerle fuego. Los mira. El
gesto de cansancio aumenta en su facciones y se levanta de su
asiento, acercándose a él despacio. Alguien acaba de poner en
funcionamiento la Jukebox y suena algo de Elmore James. Todo parece
sacado de una película. Cuando llega a su altura, se detiene, como
si dudara entre decir algo o coger el encendedor de gasolina
directamente de la mesa. Él se lo ofrece con un gesto, sintiendo el
resto de las miradas masculinas clavadas en él.
-
Gracias- susurra ella, desvolviéndoselo-. Me envía el señor N.
Vámonos de aquí. Es una encerrona. Esos camioneros en verdad son
federales. En cinco minutos recógeme en la parte trasera. Tengo un
encargo para ti.
Cegado
aún por el aroma de su cuerpo, tarda en comprender qué le ha dicho.
Algo de unos federales, unos camioneros. Parpadea viéndola alejarse
hacia su asiento. Una sonrisa boba surca su rostro endurecido por los
años y los excesos. Dios, qué bien vendría ahora una ginebra para
tratar de entender todo esto.
Hasta
que la bruma se disipa. El señor N... Camioneros... Federales...
Camioneros sin camiones. El parking está vacío. Ni una triste
camioneta de refrescos. Traga saliva, tratando de guardar la
compostura. Mira el reloj de Coca-Cola que cuelga de la pared, junto
a la entrada a la cocina. Aún queda media hora para su supuesta
reunión. Comprueba que el maletín sigue en su sitio, en el suelo,
entre sus piernas. La desconfianza va con el sueldo y no seria el
primero al que una sonrisa bonita ha esquilmado sin ningún
miramiento. Todo sigue en su sitio. Aplasta la brasa contra el fondo
del cenicero con rabia, mientas estudia a la parroquia. Desde la
nueva perspectiva que le han dado, los camioneros empiezan a levantar
sus sospechas. El atuendo es el que viene de serie con la profesión,
eso es innegable. Pero hay algo, además de la falta de camiones, que
no acaba de encajar. El color de su piel. Están blancos como un
oficinista, nada de tonos morenos por franjas tras kilómetros de
conducción con el sol de frente. Vuelve a mirar hacia la misteriosa
confidente. La música ha enmudecido. Ella no está. La mujer que le
ha dado la bienvenida con una sonrisa le mira y asiente. Tiene que
salir de allí. Y cuanto antes. Cada minuto que permanece allí se le
antoja eterno. Mira de reojo hacia afuera. No hay nadie. El estampido
de una bandeja al caer contra el suelo inunda la sala. Los gritos de
dos camareras pidiendo disculpas se entrecruzan con voces masculinas
diciendo que no pasa nada. La cobertura perfecta. Sin mediar palabra
se pone en pie, recoge sus cosas y sale a la carrera. Sólo una idea
pasa fugaz por su cabeza mientras atraviesa el parking a toda
velocidad: la próxima vez que venga por aquí, tendré que dejar una
propina decente.
-Continuará-
martes, 8 de agosto de 2017
El tren de las 3.10 Spanish Version
(continuación)
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Carmen
Atienza aguanta el tipo. Sabe que no tienen nada firme contra su
Antonio. Es cuestión de esperar. Aguantar el tipo. Hacer de tripas
corazón y salir de allí. Un par de días encerrados en casa. Y, una
vez que la tormenta amaine, hora de poner tierra de por medio. Un
sexto sentido le habla de dinero de por medio. Mucho. Un golpe bien
dado. Pero dos y dos son cuatro, y del único golpe que hablan los
periódicos es el mismo del que le preguntan los policías. Un asalto
a un coche-correo camino de Córdoba. Cadáveres de por medio. La
cosa pinta fea. Garrote fijo para los que lo hicieron. A ella le toca
la parte difícil. Dar gato por liebre. Inventarse algo creíble, no
contradecirse y dar la voz de alarma para que su Antonio ande con
ojo, no le carguen a él los muertos. «Mire señora, no me haga
perder el tiempo.» dice un policía de profundas ojeras y piel
grasienta. «No sé de que me habla, señor agente. Ya les dije que
mi Toño no tiene nada que ver con eso que dicen de un robo a un
tren. Estuvo con su amigo Paco de Dios. Pregúntenle a él» Y el
tema sigue por estos derroteros. «No nos haga perder el tiempo.
Podemos ser más expeditivos». «No me diga usté eso señor
policía»…
Cuando
de pronto pum, sorpresa. La puerta de la sala de interrogatorios se
abre. Entra un chaval joven, de mirada nerviosa que al ver a Carmen
Atienza se sonroja y baja la mirada. El policía de dentro protesta
con un sonoro «¡Cojones, Gutiérrez!» Carmen se pasa la mano por
el pelo de manera coqueta. El joven tartamudea una disculpa y entrega
un papel. Saludo marcial y el púber de uniforme y pelusilla a falta
de mostacho fiero, de hombre, sale de escena. Su superior desdobla la
nota y le cambia el gesto. Carmen se teme algo. «Le han pescado, el
muy animal ha salido de casa y le han pescado», piensa. Traga
saliva. Cierra los ojos, santiguándose. Imagina la escena. Su Toño
saliendo a la calle a cuerpo gentil. Una navaja al cinto y un
revólver en el bolsillo del pantalón. Siempre ha sido así.
Impulsivo. Visceral. Rápido tirando de filo o certero al disparar…
Una
sensación de vacío se abre paso en su estómago. El policía esboza
un gesto cansado y pide disculpas. Después, sale de la habitación.
Ella se queda a solas y con un mal presagio en la cabeza.
Mientras
tanto, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Carmen,
aguantando el tipo. Antonio Teruel, tieso como la mojama y con media
cabeza borrada de un disparo. Donday, alias el Pildorilla,
cogiendo un tren rumbo a París. Paco de Dios, en otro pero con
dirección opuesta, a Lisboa para pillar un trasatlántico con
destino a un país exótico donde pulirse la pasta. Navarrete,
pagando deudas de juego y Honorio Sánchez, más de lo mismo. La vida
sigue. Al pan, pan. Al vino, vino. Y al fiambre, una paletada de cal
y que nos espere muchos años.
Y
la noticia llega como una cuchillada. Antonio Teruel se ha quitado de
en medio. Carmen se desmorona. Es la hora de las lágrimas. Los
llantos y los hipos. Los vahídos fingidos de antes ahora son en
serio. Nada de simulacros. Su Toño va camino de ser pasto de gusanos
y el palo es de los gordos. Pero más grandes son las consecuencias.
Tras unos minutos de incertidumbre y miedo, pide hablar directamente
con el comisario. Es hora de poner las cosas en su sitio. Eso no va a
devolverle a su marido. No estará esperándola en casa. A lo sumo,
un charco de sangre cubierto de serrín y algún plumilla a la espera
de hablar con ella. Pero lo que sí le dará, es consuelo. Los que
estaban en el fregao también van a pagar el pato.
Más
tarde.
La
policía tiene algo sólido. Parte de la historia ya la sabían, o
intuían. Pero aún así, la declaración les permite estrechar el
círculo. Antonio Teruel contactó con Paco de Dios. Ya habían hecho
algún trabajo juntos con anterioridad. Había más gente metida. Un
tal Navarrete y uno más joven de rasgos afeminados que le llamaban
el Pildorilla. Otro más grande estaba metido también en el
asunto, pero de ése, señor agente, no le sé decir el nombre. Y eso
es todo. La escena termina con una colérica Carmen Atienza exigiendo
justicia. No por sentimiento de culpa o por deseos de limpiar el
nombre de su marido. Simplemente para que otros corran su misma
suerte. Ojo por ojo. Y el verdugo ganándose el pan.
Días
más tarde.
Los
cuatro involucrados están a buen recaudo. De Dios cayó cerca de
Badajoz en un tren. Dos civiles uniformados le esperaban. «Buenas
tardes, caballero. ¿Es usted Francisco de Dios Figueras?» «¿Por
qué?» «Diga sí o no». Mirada de las que asustan por parte de los
del tricornio. Paco titubeando hasta musitar un sí. Uno menos.
Honorio
Sánchez seguía con su vida de derroche y deudas. Su posición no
era la misma que la de Teruel y los otros desgraciados. Se sentía
superior. Intocable. Hasta que llegó la visita inesperada. Finca en
Ciudad Real. Aires de realeza. De gente de bien. Los que van a por
él, se sienten intimidados. Una cosa es cumplir uno con su deber en
mitad de un camino al acecho de un roba gallinas, y otra muy distinta
ir a dar por saco a gente de posibles. Pero las cosas hay que
hacerlas. Mentón alto. Paso decidido y que sea lo que Dios quiera.
Nueva ristra de preguntas. Respuestas altaneras. «Sí, soy yo.
¿Quiénes coño se creen ustedes que son para venir a mi casa a
molestar?» La cosa se tensa un poco. Pero al final, Honorio Sánchez
también es detenido. Otro menos, y van dos.
Donday
a lo suyo. Las drogas químicas de última generación y darse una
vida de lujo en Francia. Hasta que escucha algo sobre la detención
de sus compinches y el suicidio de Antonio Teruel. Hostias. Mal
asunto. Hora de dar la cara. Mejor poner las cosas fáciles, no sea
que al final se tuerzan. Se presenta en la embajada de España en
Francia y suelta lo que sabe. Le ponen bajo custodia y a esperar a
que le reclamen de Madrid. Y con la tontería, ya van tres.
Navarrete
es el que lo tiene más jodido de todos. Lleva unos días
indispuesto. Sintiéndose mal. La muerte de los del tren le hace
tener pesadillas. No era necesario acabar con ellos, simplemente
sedarles con la mezcla que había preparado Donday. Pero la cosa se
torció, joder. Una chapuza. Por ello, cuando la policía llama a la
puerta de su habitación suspira aliviado. Solloza asustado, pero el
calvario del silencio impuesto ha terminado. Lo que tenga que ser,
será. Pero la entereza se le cae a los pies cuando es engrilletado y
sacado de la cama a golpes. Su padre, Guardia Civil e íntimo amigo
de Primo de Rivera, observa la escena en silencio. Avergonzado. Con
autoridad detiene la comitiva. Los policías se apartan. Plas.
Abofetea a su hijo. Después, ordena que se lo lleven. Cuatro. Póquer
de detenidos.
La
justicia actúa con velocidad. El único que se salva es Donday.
Veinte años a la sombra y a vivir que son dos días. El resto,
garrote. Ni apelación ni indulto ni hostias. Los días pasan y llega
la noche del día de antes. Están los tres en la celda de Paco. Éste
fuma en silencio, asumiendo lo que está por venir. Honorio y
Navarrete se desmoronan. Lágrimas y lamentos. La misma mierda de los
interrogatorios tratando de cargar el mochuelo a los demás. Y los
mismos resultados: nada. Su suerte está echada. La cuenta atrás ha
empezado. El resto de lo que pase es mero artificio para tenerlos
entretenidos unas horas. Comunión y rezos de madrugada. Deseo de
dejar testamento por escrito. Otra misa, por si con la primera no
habían tenido suficiente. Y hora de salir de la celda. Empieza el
desfile.
El
primero en salir es Honorio Sánchez. Son las seis de la madrugada.
El tiempo es fresco. Avanza con pesadez. Suplicando. Despedidas entre
lágrimas y balbuceos. Besos a los crucifijos de los sacerdotes que
le llevan al garrote. Más lamentaciones. Una vuelta. La voz y los
llantos ya no salen tan fluidos, les cuesta un poco más. Nueva
vuelta. Un sonido gutural. Clac. Después, nada.
A
las seis y diez sale Paco de Dios. El que pensaba que iba a ser el
viaje de su vida ha cambiado un poco. Nada de ron y playas. Toca
suelo de piedra y dos verdugos borrachos. Camina con la cabeza alta.
Un hombre resuelto que asume las consecuencias de sus actos. Le
sientan. Aquí no hay lloros ni súplicas. Una mirada desafiante a su
alrededor. Caperuza de tela negra. Dos vueltas. El tornillo que
chirría un poco y un reguero de orina en la pernera del pantalón
dando fé de su muerte.
Desde
que se quedó solo en la celda, Navarrete está inquieto. Nervioso.
Intenta tragar saliva pero tiene la garganta seca. Le falta el aire.
Gimotea y pide un tranquilizante que le ayude a pasar este último
trance. No hay manera. A las seis y diecinueve se acaban las
gilipolleces y las contemplaciones. Finge estar desmayado y le tienen
que llevar en vilo. Tampoco es que importe demasiado. Le sientan en
el banquillo. Los verdugos tienen que hacer algo más de fuerza. Uno
resopla. El otro le mira. Una última vuelta acompañada de un último
esfuerzo hasta que su gaznate suena como una nuez al partirse. Clac.
Un
fiambre más en el patio de la cárcel. Curas haciendo la señal de
la cruz y hora de largarse. Es el momento de las mortajas y las
plañideras. Un tren expreso. Un coche-correo. Un palo que apuntaba
maneras. Seis muertos y lo que iba a ser la hostia, se descubre como
una chapuza. A eso se resume todo.
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