martes, 8 de agosto de 2017

El tren de las 3.10 Spanish Version

(continuación)

Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.

Carmen Atienza aguanta el tipo. Sabe que no tienen nada firme contra su Antonio. Es cuestión de esperar. Aguantar el tipo. Hacer de tripas corazón y salir de allí. Un par de días encerrados en casa. Y, una vez que la tormenta amaine, hora de poner tierra de por medio. Un sexto sentido le habla de dinero de por medio. Mucho. Un golpe bien dado. Pero dos y dos son cuatro, y del único golpe que hablan los periódicos es el mismo del que le preguntan los policías. Un asalto a un coche-correo camino de Córdoba. Cadáveres de por medio. La cosa pinta fea. Garrote fijo para los que lo hicieron. A ella le toca la parte difícil. Dar gato por liebre. Inventarse algo creíble, no contradecirse y dar la voz de alarma para que su Antonio ande con ojo, no le carguen a él los muertos. «Mire señora, no me haga perder el tiempo.» dice un policía de profundas ojeras y piel grasienta. «No sé de que me habla, señor agente. Ya les dije que mi Toño no tiene nada que ver con eso que dicen de un robo a un tren. Estuvo con su amigo Paco de Dios. Pregúntenle a él» Y el tema sigue por estos derroteros. «No nos haga perder el tiempo. Podemos ser más expeditivos». «No me diga usté eso señor policía»…

Cuando de pronto pum, sorpresa. La puerta de la sala de interrogatorios se abre. Entra un chaval joven, de mirada nerviosa que al ver a Carmen Atienza se sonroja y baja la mirada. El policía de dentro protesta con un sonoro «¡Cojones, Gutiérrez!» Carmen se pasa la mano por el pelo de manera coqueta. El joven tartamudea una disculpa y entrega un papel. Saludo marcial y el púber de uniforme y pelusilla a falta de mostacho fiero, de hombre, sale de escena. Su superior desdobla la nota y le cambia el gesto. Carmen se teme algo. «Le han pescado, el muy animal ha salido de casa y le han pescado», piensa. Traga saliva. Cierra los ojos, santiguándose. Imagina la escena. Su Toño saliendo a la calle a cuerpo gentil. Una navaja al cinto y un revólver en el bolsillo del pantalón. Siempre ha sido así. Impulsivo. Visceral. Rápido tirando de filo o certero al disparar…

Una sensación de vacío se abre paso en su estómago. El policía esboza un gesto cansado y pide disculpas. Después, sale de la habitación. Ella se queda a solas y con un mal presagio en la cabeza.

Mientras tanto, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Carmen, aguantando el tipo. Antonio Teruel, tieso como la mojama y con media cabeza borrada de un disparo. Donday, alias el Pildorilla, cogiendo un tren rumbo a París. Paco de Dios, en otro pero con dirección opuesta, a Lisboa para pillar un trasatlántico con destino a un país exótico donde pulirse la pasta. Navarrete, pagando deudas de juego y Honorio Sánchez, más de lo mismo. La vida sigue. Al pan, pan. Al vino, vino. Y al fiambre, una paletada de cal y que nos espere muchos años.

Y la noticia llega como una cuchillada. Antonio Teruel se ha quitado de en medio. Carmen se desmorona. Es la hora de las lágrimas. Los llantos y los hipos. Los vahídos fingidos de antes ahora son en serio. Nada de simulacros. Su Toño va camino de ser pasto de gusanos y el palo es de los gordos. Pero más grandes son las consecuencias. Tras unos minutos de incertidumbre y miedo, pide hablar directamente con el comisario. Es hora de poner las cosas en su sitio. Eso no va a devolverle a su marido. No estará esperándola en casa. A lo sumo, un charco de sangre cubierto de serrín y algún plumilla a la espera de hablar con ella. Pero lo que sí le dará, es consuelo. Los que estaban en el fregao también van a pagar el pato.

Más tarde.
La policía tiene algo sólido. Parte de la historia ya la sabían, o intuían. Pero aún así, la declaración les permite estrechar el círculo. Antonio Teruel contactó con Paco de Dios. Ya habían hecho algún trabajo juntos con anterioridad. Había más gente metida. Un tal Navarrete y uno más joven de rasgos afeminados que le llamaban el Pildorilla. Otro más grande estaba metido también en el asunto, pero de ése, señor agente, no le sé decir el nombre. Y eso es todo. La escena termina con una colérica Carmen Atienza exigiendo justicia. No por sentimiento de culpa o por deseos de limpiar el nombre de su marido. Simplemente para que otros corran su misma suerte. Ojo por ojo. Y el verdugo ganándose el pan.

Días más tarde.
Los cuatro involucrados están a buen recaudo. De Dios cayó cerca de Badajoz en un tren. Dos civiles uniformados le esperaban. «Buenas tardes, caballero. ¿Es usted Francisco de Dios Figueras?» «¿Por qué?» «Diga sí o no». Mirada de las que asustan por parte de los del tricornio. Paco titubeando hasta musitar un sí. Uno menos.

Honorio Sánchez seguía con su vida de derroche y deudas. Su posición no era la misma que la de Teruel y los otros desgraciados. Se sentía superior. Intocable. Hasta que llegó la visita inesperada. Finca en Ciudad Real. Aires de realeza. De gente de bien. Los que van a por él, se sienten intimidados. Una cosa es cumplir uno con su deber en mitad de un camino al acecho de un roba gallinas, y otra muy distinta ir a dar por saco a gente de posibles. Pero las cosas hay que hacerlas. Mentón alto. Paso decidido y que sea lo que Dios quiera. Nueva ristra de preguntas. Respuestas altaneras. «Sí, soy yo. ¿Quiénes coño se creen ustedes que son para venir a mi casa a molestar?» La cosa se tensa un poco. Pero al final, Honorio Sánchez también es detenido. Otro menos, y van dos.

Donday a lo suyo. Las drogas químicas de última generación y darse una vida de lujo en Francia. Hasta que escucha algo sobre la detención de sus compinches y el suicidio de Antonio Teruel. Hostias. Mal asunto. Hora de dar la cara. Mejor poner las cosas fáciles, no sea que al final se tuerzan. Se presenta en la embajada de España en Francia y suelta lo que sabe. Le ponen bajo custodia y a esperar a que le reclamen de Madrid. Y con la tontería, ya van tres.

Navarrete es el que lo tiene más jodido de todos. Lleva unos días indispuesto. Sintiéndose mal. La muerte de los del tren le hace tener pesadillas. No era necesario acabar con ellos, simplemente sedarles con la mezcla que había preparado Donday. Pero la cosa se torció, joder. Una chapuza. Por ello, cuando la policía llama a la puerta de su habitación suspira aliviado. Solloza asustado, pero el calvario del silencio impuesto ha terminado. Lo que tenga que ser, será. Pero la entereza se le cae a los pies cuando es engrilletado y sacado de la cama a golpes. Su padre, Guardia Civil e íntimo amigo de Primo de Rivera, observa la escena en silencio. Avergonzado. Con autoridad detiene la comitiva. Los policías se apartan. Plas. Abofetea a su hijo. Después, ordena que se lo lleven. Cuatro. Póquer de detenidos.

La justicia actúa con velocidad. El único que se salva es Donday. Veinte años a la sombra y a vivir que son dos días. El resto, garrote. Ni apelación ni indulto ni hostias. Los días pasan y llega la noche del día de antes. Están los tres en la celda de Paco. Éste fuma en silencio, asumiendo lo que está por venir. Honorio y Navarrete se desmoronan. Lágrimas y lamentos. La misma mierda de los interrogatorios tratando de cargar el mochuelo a los demás. Y los mismos resultados: nada. Su suerte está echada. La cuenta atrás ha empezado. El resto de lo que pase es mero artificio para tenerlos entretenidos unas horas. Comunión y rezos de madrugada. Deseo de dejar testamento por escrito. Otra misa, por si con la primera no habían tenido suficiente. Y hora de salir de la celda. Empieza el desfile.

El primero en salir es Honorio Sánchez. Son las seis de la madrugada. El tiempo es fresco. Avanza con pesadez. Suplicando. Despedidas entre lágrimas y balbuceos. Besos a los crucifijos de los sacerdotes que le llevan al garrote. Más lamentaciones. Una vuelta. La voz y los llantos ya no salen tan fluidos, les cuesta un poco más. Nueva vuelta. Un sonido gutural. Clac. Después, nada.

A las seis y diez sale Paco de Dios. El que pensaba que iba a ser el viaje de su vida ha cambiado un poco. Nada de ron y playas. Toca suelo de piedra y dos verdugos borrachos. Camina con la cabeza alta. Un hombre resuelto que asume las consecuencias de sus actos. Le sientan. Aquí no hay lloros ni súplicas. Una mirada desafiante a su alrededor. Caperuza de tela negra. Dos vueltas. El tornillo que chirría un poco y un reguero de orina en la pernera del pantalón dando fé de su muerte.

Desde que se quedó solo en la celda, Navarrete está inquieto. Nervioso. Intenta tragar saliva pero tiene la garganta seca. Le falta el aire. Gimotea y pide un tranquilizante que le ayude a pasar este último trance. No hay manera. A las seis y diecinueve se acaban las gilipolleces y las contemplaciones. Finge estar desmayado y le tienen que llevar en vilo. Tampoco es que importe demasiado. Le sientan en el banquillo. Los verdugos tienen que hacer algo más de fuerza. Uno resopla. El otro le mira. Una última vuelta acompañada de un último esfuerzo hasta que su gaznate suena como una nuez al partirse. Clac.


Un fiambre más en el patio de la cárcel. Curas haciendo la señal de la cruz y hora de largarse. Es el momento de las mortajas y las plañideras. Un tren expreso. Un coche-correo. Un palo que apuntaba maneras. Seis muertos y lo que iba a ser la hostia, se descubre como una chapuza. A eso se resume todo. 

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