(continuación)
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Carmen
Atienza aguanta el tipo. Sabe que no tienen nada firme contra su
Antonio. Es cuestión de esperar. Aguantar el tipo. Hacer de tripas
corazón y salir de allí. Un par de días encerrados en casa. Y, una
vez que la tormenta amaine, hora de poner tierra de por medio. Un
sexto sentido le habla de dinero de por medio. Mucho. Un golpe bien
dado. Pero dos y dos son cuatro, y del único golpe que hablan los
periódicos es el mismo del que le preguntan los policías. Un asalto
a un coche-correo camino de Córdoba. Cadáveres de por medio. La
cosa pinta fea. Garrote fijo para los que lo hicieron. A ella le toca
la parte difícil. Dar gato por liebre. Inventarse algo creíble, no
contradecirse y dar la voz de alarma para que su Antonio ande con
ojo, no le carguen a él los muertos. «Mire señora, no me haga
perder el tiempo.» dice un policía de profundas ojeras y piel
grasienta. «No sé de que me habla, señor agente. Ya les dije que
mi Toño no tiene nada que ver con eso que dicen de un robo a un
tren. Estuvo con su amigo Paco de Dios. Pregúntenle a él» Y el
tema sigue por estos derroteros. «No nos haga perder el tiempo.
Podemos ser más expeditivos». «No me diga usté eso señor
policía»…
Cuando
de pronto pum, sorpresa. La puerta de la sala de interrogatorios se
abre. Entra un chaval joven, de mirada nerviosa que al ver a Carmen
Atienza se sonroja y baja la mirada. El policía de dentro protesta
con un sonoro «¡Cojones, Gutiérrez!» Carmen se pasa la mano por
el pelo de manera coqueta. El joven tartamudea una disculpa y entrega
un papel. Saludo marcial y el púber de uniforme y pelusilla a falta
de mostacho fiero, de hombre, sale de escena. Su superior desdobla la
nota y le cambia el gesto. Carmen se teme algo. «Le han pescado, el
muy animal ha salido de casa y le han pescado», piensa. Traga
saliva. Cierra los ojos, santiguándose. Imagina la escena. Su Toño
saliendo a la calle a cuerpo gentil. Una navaja al cinto y un
revólver en el bolsillo del pantalón. Siempre ha sido así.
Impulsivo. Visceral. Rápido tirando de filo o certero al disparar…
Una
sensación de vacío se abre paso en su estómago. El policía esboza
un gesto cansado y pide disculpas. Después, sale de la habitación.
Ella se queda a solas y con un mal presagio en la cabeza.
Mientras
tanto, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Carmen,
aguantando el tipo. Antonio Teruel, tieso como la mojama y con media
cabeza borrada de un disparo. Donday, alias el Pildorilla,
cogiendo un tren rumbo a París. Paco de Dios, en otro pero con
dirección opuesta, a Lisboa para pillar un trasatlántico con
destino a un país exótico donde pulirse la pasta. Navarrete,
pagando deudas de juego y Honorio Sánchez, más de lo mismo. La vida
sigue. Al pan, pan. Al vino, vino. Y al fiambre, una paletada de cal
y que nos espere muchos años.
Y
la noticia llega como una cuchillada. Antonio Teruel se ha quitado de
en medio. Carmen se desmorona. Es la hora de las lágrimas. Los
llantos y los hipos. Los vahídos fingidos de antes ahora son en
serio. Nada de simulacros. Su Toño va camino de ser pasto de gusanos
y el palo es de los gordos. Pero más grandes son las consecuencias.
Tras unos minutos de incertidumbre y miedo, pide hablar directamente
con el comisario. Es hora de poner las cosas en su sitio. Eso no va a
devolverle a su marido. No estará esperándola en casa. A lo sumo,
un charco de sangre cubierto de serrín y algún plumilla a la espera
de hablar con ella. Pero lo que sí le dará, es consuelo. Los que
estaban en el fregao también van a pagar el pato.
Más
tarde.
La
policía tiene algo sólido. Parte de la historia ya la sabían, o
intuían. Pero aún así, la declaración les permite estrechar el
círculo. Antonio Teruel contactó con Paco de Dios. Ya habían hecho
algún trabajo juntos con anterioridad. Había más gente metida. Un
tal Navarrete y uno más joven de rasgos afeminados que le llamaban
el Pildorilla. Otro más grande estaba metido también en el
asunto, pero de ése, señor agente, no le sé decir el nombre. Y eso
es todo. La escena termina con una colérica Carmen Atienza exigiendo
justicia. No por sentimiento de culpa o por deseos de limpiar el
nombre de su marido. Simplemente para que otros corran su misma
suerte. Ojo por ojo. Y el verdugo ganándose el pan.
Días
más tarde.
Los
cuatro involucrados están a buen recaudo. De Dios cayó cerca de
Badajoz en un tren. Dos civiles uniformados le esperaban. «Buenas
tardes, caballero. ¿Es usted Francisco de Dios Figueras?» «¿Por
qué?» «Diga sí o no». Mirada de las que asustan por parte de los
del tricornio. Paco titubeando hasta musitar un sí. Uno menos.
Honorio
Sánchez seguía con su vida de derroche y deudas. Su posición no
era la misma que la de Teruel y los otros desgraciados. Se sentía
superior. Intocable. Hasta que llegó la visita inesperada. Finca en
Ciudad Real. Aires de realeza. De gente de bien. Los que van a por
él, se sienten intimidados. Una cosa es cumplir uno con su deber en
mitad de un camino al acecho de un roba gallinas, y otra muy distinta
ir a dar por saco a gente de posibles. Pero las cosas hay que
hacerlas. Mentón alto. Paso decidido y que sea lo que Dios quiera.
Nueva ristra de preguntas. Respuestas altaneras. «Sí, soy yo.
¿Quiénes coño se creen ustedes que son para venir a mi casa a
molestar?» La cosa se tensa un poco. Pero al final, Honorio Sánchez
también es detenido. Otro menos, y van dos.
Donday
a lo suyo. Las drogas químicas de última generación y darse una
vida de lujo en Francia. Hasta que escucha algo sobre la detención
de sus compinches y el suicidio de Antonio Teruel. Hostias. Mal
asunto. Hora de dar la cara. Mejor poner las cosas fáciles, no sea
que al final se tuerzan. Se presenta en la embajada de España en
Francia y suelta lo que sabe. Le ponen bajo custodia y a esperar a
que le reclamen de Madrid. Y con la tontería, ya van tres.
Navarrete
es el que lo tiene más jodido de todos. Lleva unos días
indispuesto. Sintiéndose mal. La muerte de los del tren le hace
tener pesadillas. No era necesario acabar con ellos, simplemente
sedarles con la mezcla que había preparado Donday. Pero la cosa se
torció, joder. Una chapuza. Por ello, cuando la policía llama a la
puerta de su habitación suspira aliviado. Solloza asustado, pero el
calvario del silencio impuesto ha terminado. Lo que tenga que ser,
será. Pero la entereza se le cae a los pies cuando es engrilletado y
sacado de la cama a golpes. Su padre, Guardia Civil e íntimo amigo
de Primo de Rivera, observa la escena en silencio. Avergonzado. Con
autoridad detiene la comitiva. Los policías se apartan. Plas.
Abofetea a su hijo. Después, ordena que se lo lleven. Cuatro. Póquer
de detenidos.
La
justicia actúa con velocidad. El único que se salva es Donday.
Veinte años a la sombra y a vivir que son dos días. El resto,
garrote. Ni apelación ni indulto ni hostias. Los días pasan y llega
la noche del día de antes. Están los tres en la celda de Paco. Éste
fuma en silencio, asumiendo lo que está por venir. Honorio y
Navarrete se desmoronan. Lágrimas y lamentos. La misma mierda de los
interrogatorios tratando de cargar el mochuelo a los demás. Y los
mismos resultados: nada. Su suerte está echada. La cuenta atrás ha
empezado. El resto de lo que pase es mero artificio para tenerlos
entretenidos unas horas. Comunión y rezos de madrugada. Deseo de
dejar testamento por escrito. Otra misa, por si con la primera no
habían tenido suficiente. Y hora de salir de la celda. Empieza el
desfile.
El
primero en salir es Honorio Sánchez. Son las seis de la madrugada.
El tiempo es fresco. Avanza con pesadez. Suplicando. Despedidas entre
lágrimas y balbuceos. Besos a los crucifijos de los sacerdotes que
le llevan al garrote. Más lamentaciones. Una vuelta. La voz y los
llantos ya no salen tan fluidos, les cuesta un poco más. Nueva
vuelta. Un sonido gutural. Clac. Después, nada.
A
las seis y diez sale Paco de Dios. El que pensaba que iba a ser el
viaje de su vida ha cambiado un poco. Nada de ron y playas. Toca
suelo de piedra y dos verdugos borrachos. Camina con la cabeza alta.
Un hombre resuelto que asume las consecuencias de sus actos. Le
sientan. Aquí no hay lloros ni súplicas. Una mirada desafiante a su
alrededor. Caperuza de tela negra. Dos vueltas. El tornillo que
chirría un poco y un reguero de orina en la pernera del pantalón
dando fé de su muerte.
Desde
que se quedó solo en la celda, Navarrete está inquieto. Nervioso.
Intenta tragar saliva pero tiene la garganta seca. Le falta el aire.
Gimotea y pide un tranquilizante que le ayude a pasar este último
trance. No hay manera. A las seis y diecinueve se acaban las
gilipolleces y las contemplaciones. Finge estar desmayado y le tienen
que llevar en vilo. Tampoco es que importe demasiado. Le sientan en
el banquillo. Los verdugos tienen que hacer algo más de fuerza. Uno
resopla. El otro le mira. Una última vuelta acompañada de un último
esfuerzo hasta que su gaznate suena como una nuez al partirse. Clac.
Un
fiambre más en el patio de la cárcel. Curas haciendo la señal de
la cruz y hora de largarse. Es el momento de las mortajas y las
plañideras. Un tren expreso. Un coche-correo. Un palo que apuntaba
maneras. Seis muertos y lo que iba a ser la hostia, se descubre como
una chapuza. A eso se resume todo.
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