domingo, 13 de agosto de 2017

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En la calle llueve. Es de noche y el asfalto encharcado brilla bajo la luz de las farolas. Dentro, el ambiente es acogedor. Cálido. Una cafetería perdida en un área de descanso con tintes de los años cincuenta. Sofás de piel sintética color turquesa. Mesas blancas. Camareras que se pasean con jarras de café. Camioneros de camisas de cuadros. Una máquina de discos que nadie parece haber tocado en años. Suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez en el que el tiempo se hubiera detenido.

La puerta se abre, dando paso a un tipo que se perfila en el umbral de la entrada empapado. Viste gabardina y un maletín. Entra, mirando a su alrededor. El local está prácticamente vacío. Busca con la mirada un lugar en el que sentarse y matar el tiempo. La puntualidad es una de sus virtudes, y ya se sabe: mejor esperar a ser esperado. Una vida basada en saber que un par de minutos pueden significar recibir un tiro en el pecho o encontrarse con varios patrulleros alertados por los vecinos. Un estrés que se le marca en las ojeras que rodean sus ojos, dándole un aspecto rudo, inquietante. Al que la barba de un par de días que luce contribuye de manera considerable.

Saluda a una de las camareras. Ésta le responde con un guiño. Es un habitual del local. Allí se siente como en casa. Un lugar al que volver a cualquier hora. En cualquier estado. Donde nadie hace preguntas. Sólo se nota su presencia en un murmullo apenas audible pero que tras haber liquidado a alguien por encargo resulta cálido, acogedor. Uno de esos sitios donde volver es casi una necesidad más que una obligación.

Toma asiento junto al ventanal, frente al aparcamiento casi desierto. El peso del chaleco antibalas le molesta en los hombros. Enciende un cigarrillo con parsimonia. Le conocen y hasta que no haya rumiado lo que tiene en la cabeza no va a pedir nada. Mejor así. Da una calada y entonces la ve. Frente a él, dos asientos más allá. Una mujer que parece absorta en sus pensamientos. Una mueca triste, de decepción impresa en unos labios carnosos, pintados de rojo. El pelo rubio, tirando a cobrizo, recogido en un peinado del que escapan varios mechones. En la mano un bolígrafo, y frente a ella un cuaderno. La primera idea que se le pasa por la cabeza es que es una periodista. Una alarma en su interior se enciende. No quiere saber ni de plumillas ni de placas. Dos gremios que se caracterizan más por joder sus intereses que por otra cosa.

Da una calada, apoyando la cabeza en el cristal. Está frío. Suelta el humo lentamente, tratando de no mirar a la mujer. Tal vez hay suerte, y antes de que lleguen sus amigos se ha ido. Eso ahorraría problemas y tener que estar en su compañía más tiempo del necesario. Siempre ha sido así. Algo rápido. Un par de cigarros de espera. La reunión regada por dos cafés aguados. Un adelanto por sus servicios. Y un filete de tres dedos de grosor poco hecho para celebrarlo.

Pelea por no dirigir la mirada hacia ella, pero es imposible. Parece como si ejerciera algún tipo de atracción sobre su mirada. Esa mueca de hastío, de cansancio. Esos ojos, fijos en el papel que tiene delante mientras no para de garabatear. Por un momento se le antoja como una princesa de cuento. Se siente ridículo sólo por pensarlo. Alguien como él, con su profesión y su historial jugando a hacer castillos en el aire mirando a una desconocida. Deja caer la ceniza en el cenicero y trata de mirar hacia otro lado. Fuera, su Chevy Impala aguarda baja la lluvia. Lo único que en verdad le ha importado durante años. Su flamante carrocería. Su huella personal. Mantenerlo impoluto. Emplear las tardes de los domingos para hacerle algunos arreglos. La tapicería impoluta. El arcón de madera del maletero libre de rastros de sangre...

Y en ese momento sus miradas se cruzan. Siente un nudo en la garganta. La imagen frágil, a lo muñequita Disney que se había montado en la cabeza se esfuma. Esos ojos, casi felinos, parecen estudiarle. Su brillo denota determinación. La de alguien que cansado de vivir una vida que intentaron colarle como un cuento, lo que ha hecho es gastar la tinta de ese pufo para levantar el vuelo en libertad y no parar a mirar atrás.

Sin saber por qué, le sonríe. Joder, parece un adolescente enamorado por un flechazo. Lo sabe. Es estúpido todo esto, pero el nudo en la garganta es real. Ahí sigue. Ahogándole. Ella, en cambio, suspira sacando un cigarrillo de una pitillera negra. Desde la barra se acercan varios hombres, compitiendo por ofrecerle fuego. Los mira. El gesto de cansancio aumenta en su facciones y se levanta de su asiento, acercándose a él despacio. Alguien acaba de poner en funcionamiento la Jukebox y suena algo de Elmore James. Todo parece sacado de una película. Cuando llega a su altura, se detiene, como si dudara entre decir algo o coger el encendedor de gasolina directamente de la mesa. Él se lo ofrece con un gesto, sintiendo el resto de las miradas masculinas clavadas en él.

- Gracias- susurra ella, desvolviéndoselo-. Me envía el señor N. Vámonos de aquí. Es una encerrona. Esos camioneros en verdad son federales. En cinco minutos recógeme en la parte trasera. Tengo un encargo para ti.

Cegado aún por el aroma de su cuerpo, tarda en comprender qué le ha dicho. Algo de unos federales, unos camioneros. Parpadea viéndola alejarse hacia su asiento. Una sonrisa boba surca su rostro endurecido por los años y los excesos. Dios, qué bien vendría ahora una ginebra para tratar de entender todo esto.

Hasta que la bruma se disipa. El señor N... Camioneros... Federales... Camioneros sin camiones. El parking está vacío. Ni una triste camioneta de refrescos. Traga saliva, tratando de guardar la compostura. Mira el reloj de Coca-Cola que cuelga de la pared, junto a la entrada a la cocina. Aún queda media hora para su supuesta reunión. Comprueba que el maletín sigue en su sitio, en el suelo, entre sus piernas. La desconfianza va con el sueldo y no seria el primero al que una sonrisa bonita ha esquilmado sin ningún miramiento. Todo sigue en su sitio. Aplasta la brasa contra el fondo del cenicero con rabia, mientas estudia a la parroquia. Desde la nueva perspectiva que le han dado, los camioneros empiezan a levantar sus sospechas. El atuendo es el que viene de serie con la profesión, eso es innegable. Pero hay algo, además de la falta de camiones, que no acaba de encajar. El color de su piel. Están blancos como un oficinista, nada de tonos morenos por franjas tras kilómetros de conducción con el sol de frente. Vuelve a mirar hacia la misteriosa confidente. La música ha enmudecido. Ella no está. La mujer que le ha dado la bienvenida con una sonrisa le mira y asiente. Tiene que salir de allí. Y cuanto antes. Cada minuto que permanece allí se le antoja eterno. Mira de reojo hacia afuera. No hay nadie. El estampido de una bandeja al caer contra el suelo inunda la sala. Los gritos de dos camareras pidiendo disculpas se entrecruzan con voces masculinas diciendo que no pasa nada. La cobertura perfecta. Sin mediar palabra se pone en pie, recoge sus cosas y sale a la carrera. Sólo una idea pasa fugaz por su cabeza mientras atraviesa el parking a toda velocidad: la próxima vez que venga por aquí, tendré que dejar una propina decente.


-Continuará-

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