En
la calle llueve. Es de noche y el asfalto encharcado brilla bajo la
luz de las farolas. Dentro, el ambiente es acogedor. Cálido. Una
cafetería perdida en un área de descanso con tintes de los años
cincuenta. Sofás de piel sintética color turquesa. Mesas blancas.
Camareras que se pasean con jarras de café. Camioneros de camisas de
cuadros. Una máquina de discos que nadie parece haber tocado en
años. Suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez
en el que el tiempo se hubiera detenido.
La
puerta se abre, dando paso a un tipo que se perfila en el umbral de
la entrada empapado. Viste gabardina y un maletín. Entra, mirando a
su alrededor. El local está prácticamente vacío. Busca con la
mirada un lugar en el que sentarse y matar el tiempo. La puntualidad
es una de sus virtudes, y ya se sabe: mejor esperar a ser esperado.
Una vida basada en saber que un par de minutos pueden significar
recibir un tiro en el pecho o encontrarse con varios patrulleros
alertados por los vecinos. Un estrés que se le marca en las ojeras
que rodean sus ojos, dándole un aspecto rudo, inquietante. Al que la
barba de un par de días que luce contribuye de manera considerable.
Saluda
a una de las camareras. Ésta le responde con un guiño. Es un
habitual del local. Allí se siente como en casa. Un lugar al que
volver a cualquier hora. En cualquier estado. Donde nadie hace
preguntas. Sólo se nota su presencia en un murmullo apenas audible
pero que tras haber liquidado a alguien por encargo resulta cálido,
acogedor. Uno de esos sitios donde volver es casi una necesidad más
que una obligación.
Toma
asiento junto al ventanal, frente al aparcamiento casi desierto. El
peso del chaleco antibalas le molesta en los hombros. Enciende un
cigarrillo con parsimonia. Le conocen y hasta que no haya rumiado lo
que tiene en la cabeza no va a pedir nada. Mejor así. Da una calada
y entonces la ve. Frente a él, dos asientos más allá. Una mujer
que parece absorta en sus pensamientos. Una mueca triste, de
decepción impresa en unos labios carnosos, pintados de rojo. El pelo
rubio, tirando a cobrizo, recogido en un peinado del que escapan
varios mechones. En la mano un bolígrafo, y frente a ella un
cuaderno. La primera idea que se le pasa por la cabeza es que es una
periodista. Una alarma en su interior se enciende. No quiere saber ni
de plumillas ni de placas. Dos gremios que se caracterizan más por
joder sus intereses que por otra cosa.
Da
una calada, apoyando la cabeza en el cristal. Está frío. Suelta el
humo lentamente, tratando de no mirar a la mujer. Tal vez hay suerte,
y antes de que lleguen sus amigos se ha ido. Eso ahorraría
problemas y tener que estar en su compañía más tiempo del
necesario. Siempre ha sido así. Algo rápido. Un par de cigarros de
espera. La reunión regada por dos cafés aguados. Un adelanto por
sus servicios. Y un filete de tres dedos de grosor poco hecho para
celebrarlo.
Pelea
por no dirigir la mirada hacia ella, pero es imposible. Parece como
si ejerciera algún tipo de atracción sobre su mirada. Esa mueca de
hastío, de cansancio. Esos ojos, fijos en el papel que tiene delante
mientras no para de garabatear. Por un momento se le antoja como una
princesa de cuento. Se siente ridículo sólo por pensarlo. Alguien
como él, con su profesión y su historial jugando a hacer castillos
en el aire mirando a una desconocida. Deja caer la ceniza en el
cenicero y trata de mirar hacia otro lado. Fuera, su Chevy Impala
aguarda baja la lluvia. Lo único que en verdad le ha importado
durante años. Su flamante carrocería. Su huella personal.
Mantenerlo impoluto. Emplear las tardes de los domingos para hacerle
algunos arreglos. La tapicería impoluta. El arcón de madera del
maletero libre de rastros de sangre...
Y
en ese momento sus miradas se cruzan. Siente un nudo en la garganta.
La imagen frágil, a lo muñequita Disney que se había montado en la
cabeza se esfuma. Esos ojos, casi felinos, parecen estudiarle. Su
brillo denota determinación. La de alguien que cansado de vivir una
vida que intentaron colarle como un cuento, lo que ha hecho es gastar
la tinta de ese pufo para levantar el vuelo en libertad y no parar a
mirar atrás.
Sin
saber por qué, le sonríe. Joder, parece un adolescente enamorado
por un flechazo. Lo sabe. Es estúpido todo esto, pero el nudo en la
garganta es real. Ahí sigue. Ahogándole. Ella, en cambio, suspira
sacando un cigarrillo de una pitillera negra. Desde la barra se
acercan varios hombres, compitiendo por ofrecerle fuego. Los mira. El
gesto de cansancio aumenta en su facciones y se levanta de su
asiento, acercándose a él despacio. Alguien acaba de poner en
funcionamiento la Jukebox y suena algo de Elmore James. Todo parece
sacado de una película. Cuando llega a su altura, se detiene, como
si dudara entre decir algo o coger el encendedor de gasolina
directamente de la mesa. Él se lo ofrece con un gesto, sintiendo el
resto de las miradas masculinas clavadas en él.
-
Gracias- susurra ella, desvolviéndoselo-. Me envía el señor N.
Vámonos de aquí. Es una encerrona. Esos camioneros en verdad son
federales. En cinco minutos recógeme en la parte trasera. Tengo un
encargo para ti.
Cegado
aún por el aroma de su cuerpo, tarda en comprender qué le ha dicho.
Algo de unos federales, unos camioneros. Parpadea viéndola alejarse
hacia su asiento. Una sonrisa boba surca su rostro endurecido por los
años y los excesos. Dios, qué bien vendría ahora una ginebra para
tratar de entender todo esto.
Hasta
que la bruma se disipa. El señor N... Camioneros... Federales...
Camioneros sin camiones. El parking está vacío. Ni una triste
camioneta de refrescos. Traga saliva, tratando de guardar la
compostura. Mira el reloj de Coca-Cola que cuelga de la pared, junto
a la entrada a la cocina. Aún queda media hora para su supuesta
reunión. Comprueba que el maletín sigue en su sitio, en el suelo,
entre sus piernas. La desconfianza va con el sueldo y no seria el
primero al que una sonrisa bonita ha esquilmado sin ningún
miramiento. Todo sigue en su sitio. Aplasta la brasa contra el fondo
del cenicero con rabia, mientas estudia a la parroquia. Desde la
nueva perspectiva que le han dado, los camioneros empiezan a levantar
sus sospechas. El atuendo es el que viene de serie con la profesión,
eso es innegable. Pero hay algo, además de la falta de camiones, que
no acaba de encajar. El color de su piel. Están blancos como un
oficinista, nada de tonos morenos por franjas tras kilómetros de
conducción con el sol de frente. Vuelve a mirar hacia la misteriosa
confidente. La música ha enmudecido. Ella no está. La mujer que le
ha dado la bienvenida con una sonrisa le mira y asiente. Tiene que
salir de allí. Y cuanto antes. Cada minuto que permanece allí se le
antoja eterno. Mira de reojo hacia afuera. No hay nadie. El estampido
de una bandeja al caer contra el suelo inunda la sala. Los gritos de
dos camareras pidiendo disculpas se entrecruzan con voces masculinas
diciendo que no pasa nada. La cobertura perfecta. Sin mediar palabra
se pone en pie, recoge sus cosas y sale a la carrera. Sólo una idea
pasa fugaz por su cabeza mientras atraviesa el parking a toda
velocidad: la próxima vez que venga por aquí, tendré que dejar una
propina decente.
-Continuará-
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