martes, 15 de agosto de 2017

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La lluvia repiquetea sobre la capota del Chevy. Dentro del coche reina el silencio. Su lugar lo ocupa el humo de cigarrillos fumados deprisa, calentando el filtro y quemando el labio. Ninguno de los dos habla. Él, con la mirada fija en la carretera y controlando por el retrovisor que nadie les sigue. En su cabeza, una orgía de pensamientos y dudas. ¿Cómo han llegado los federales hasta allí? ¿Quién se ha ido de la lengua? La venganza empieza a ganar peso. Necesidad de encontrar al delator. Enseñarle que los muertos no hablan ni acusan. Dos cartuchos en el pecho. Triste final para alguien que lloriquea entre golpe y golpe. Súplicas. Casquillos. Una zanja en mitad del desierto. Paz eterna. Menú para carroñeros. Leyes del hampa.

Por su parte, ella parece absorta en otro tipo de pensamientos. Con el pie marca el ritmo de las gotas que salpican el parabrisas. El bolso apoyado en el regazo. Sabe que las órdenes del señor N. eran sencillas. Sacar a ese desgraciado que la mira de reojo de cuando en cuando de una muerte segura y llevárselo. No sabe qué planes le tiene preparado el capo, pero algo le dice que su independencia a la hora de patearse los bajos fondos y ajustar cuentas empieza a menguar a cada kilómetro que recorren.

Y eso no le gusta. Siempre le ha gustado la libertad de ir y desarrollar su propio modus operandi. Todo vale. Lo único que importa es el objetivo. Lo que pase entre medias queda entre ella y sus víctimas, y ya se sabe, los muertos no hablan. No sabe cómo van a encajar. Pertenecen a dos estratos distintos. Él, un antiguo combatiente de cuando los jóvenes patriotas se dejaban las piernas y la vida en arrozales perdidos en Vietnam. Ella, en cambio, alguien a quien la vida le enseñó demasiado en demasiado poco tiempo. Extraño tándem el que forman, pero es lo que hay.

La carretera sigue deslizándose bajo las ruedas del coche. La lluvia da paso a un frío húmedo. La cuneta pasa veloz dejando siluetas que parecen esbozadas en el cuaderno de un pintor borracho. La autovía sigue desierta. Él coge el último cigarrillo y la mira con gesto de culpa. Se lo ofrece. Ella sonríe. La escena hasta podría resultar tierna, de novela romántica barata. Pero no es el caso. Ella rechaza el ofrecimiento con un gesto. Él se encoge de hombros y lo enciende dando una calada larga. Frente a ellos, a lo lejos, aparece un desvío. Es el suyo. Su anfitrión les espera. Una zona industrial de la época de la posguerra, recuperación económica y demás, abandonada. Edificios medio derruidos. Cascotes. Aparcamientos barridos por el aire y restos de basura. Un almacén acondicionado para que tenga tintes algo decentes. Su destino.

Las luces del Impala recorren el perímetro a cámara lenta. Parece la escena de una película de terror de serie B. En un extremo tres coches aparcados. Instintivamente se acercan a ellos. Una vuelta de control para evitar sorpresas. Todo en orden. Hora de bajar al asfalto y enfrentarse a lo que esté por pasar.

El señor N. les espera dentro. Antes de entrar el rollo de siempre. Medidas de seguridad. Cacheos. Él asumiendo la rutina como algo inevitable. Manos en alto. Golpes en los costados. Deja el 38 a los de la entrada. Limpio. Ella parece objeto de una revisión más profunda. Su cara enmarca la rabia que siente. Manos viciosas deleitándose de lo lindo con sus formas de mujer. Suspira, mordiéndose la lengua. Él vé lo que pasa y no puede evitar un ramalazo de odio. Esa mujer le ha salvado de lo que parecía una muerte segura, y esto le parece excesivo. Ella trabaja para el que está dentro. Esos dos están propasándose. Una cosa es ejecutar a algún cabrón llevándose por delante a su mujer y a sus hijos. Explicar a alguna camarera de manera explícita que el sisar de la caja no está bien visto. Todo eso entra dentro de los negocios. Hay dinero de por medio. Pero la escoria como la que tiene delante le crispa los nervios. La escena acaba. Ella les fulmina con la mirada antes de entrar. Él la cede el paso y apunta mentalmente las facciones de esos dos a toda prisa. El jefe espera y no conviene demorarse en planear las cosas.

- Veo que has salido de una pieza- bromea el señor N., sentado en un aparatoso sofá nada más verlos llegar.

Ella se queda en un segundo plano. Unos metros alejada, fuera del cono de luz mortecina que escapa de una bombilla desnuda que cuelga del techo. Él avanza hasta una distancia prudencial. El hombre que les ha hecho ir da una calada del puro que sostiene con una mano repleta de anillos de oro. Viste un traje rayas gruesas. Caro. Apesta a pasta. Los que le escoltan tampoco andan escasos en parafernalia. Una gran puesta en escena. En la calle lo primero que se aprende es que los tiros y los años a la sombra se los comen siempre los mismos. Los tirados que presumen de tener los kilos o los billetes. Pero el señor N. no es un cualquiera. Muchos de sus rivales podrían dar cuenta de ello. Aunque para poder comunicarse con ellos se necesitara una tabla ouija y un médium de por medio.

- Siento las molestias- sigue diciendo-. No pudimos hacerlo de otra manera. Uno de los italianos largó demasiado. Ya sabes que las nuevas generaciones se pasan la Omerta por el forro de los huevos. Habló con la puta que no debía. Ella fue con el cuento a los federales y uno de ellos me lo dijo a mí.

Trata de asimilar lo que está oyendo. La sensación de haber sido traicionado hace las pupilas se le dilaten y la respiración se le acelere. Necesita el nombre. Nada más. Del resto ya se encargará él. Tenazas y dedos cayendo al suelo como pétalos de una flor mustia. Soplete y plantas de pies flameados. Taladros perforando rótulas...

- No tienes nada que temer. Tu fama te precede. Mientras trabajes para mí, nadie va a ir a por ti. Ahora mismo es imposible llegar al que te delató. Le tienen vigilado. Olvídalo- aclara como si acabara de leerle el pensamiento-. Deja pasar el tiempo. Llegado el momento te daré su cabeza en bandeja, siempre y cuando aceptas mis condiciones. Si no...

Deja la frase en el aire unos segundos. El viento que sopla fuera se cuela por las paredes prefabricadas del edificio, arrancando gemidos a la estructura a modo de mal presagio.

-... no hace falta que te diga cómo acaban estas cosas...

Traga saliva, acariciándose el mentón áspero. No tiene alternativa. Si ha escapado de una encerrona no merece la pena ser desagradecido con su salvador. Sonríe con gesto cansado y la mirada apagada.

- ¿De qué se trata?- pregunta, palmeándose los bolsillos en busca del paquete de tabaco que ha tirado al bajar del coche.

- De momento estate localizable. Si yo fuera tú buscaría otra casa. Ahora mismo puede estar repleta de micros ocultos. Espero que no le tuvieras demasiado cariño a ese cuchitril.,,

Asiente. Algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no guardar recuerdos ni trastos inútiles. A lo que uno coge cariño es lo primero que se pierde, y bastante tiene con seguir respirando. Lo único que en verdad amaba se fue hace tiempo, una mañana de invierno. El vaho escapando de su boca mientras le fulminaba con la mirada con un mudo reproche. Botellas de alcohol barato separándoles. Un adiós y luego la soledad. Más alcohol para distorsionar su realidad. Una cadena de degradación que acabó en una revelación clara, sencilla. Estás muerto ya, no la cagues más lloriqueando por las esquinas y añorándola en silencio. Estás muerto para el mundo, aprovéchalo en tu propio beneficio...

- ¿Cómo nos pondremos en contacto?

- Tranquilo, ella- señala a la mujer que aparece de entre las sombras- será la que dé contigo. Si lo ha hecho una vez, no creo que le cueste mucho volver a hacerlo.

Vuelve a asentir. Razón no le falta.

- Eso sí, lima un poco tu aspereza- añade con una sonrisa-. Vais a tener que trabajar juntos y no quiero problemas.

Los dos que están bajo el foco de luz le miran. Ella, corroborando una teoría de algo que daba por hecho. Él, tratando de asimilarlo. La idea no le gusta ni le seduce. Pero no queda otra, parece decir el gesto que acompaña a su encogimiento de hombros.

- Bien, eso me gusta. Ahora descansad. Pronto tendréis que emplearos a fondo y os quiero descansados...


(-continuará-)

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