La
lluvia repiquetea sobre la capota del Chevy. Dentro del coche reina
el silencio. Su lugar lo ocupa el humo de cigarrillos fumados
deprisa, calentando el filtro y quemando el labio. Ninguno de los dos
habla. Él, con la mirada fija en la carretera y controlando por el
retrovisor que nadie les sigue. En su cabeza, una orgía de
pensamientos y dudas. ¿Cómo han llegado los federales hasta allí?
¿Quién se ha ido de la lengua? La venganza empieza a ganar peso.
Necesidad de encontrar al delator. Enseñarle que los muertos no
hablan ni acusan. Dos cartuchos en el pecho. Triste final para
alguien que lloriquea entre golpe y golpe. Súplicas. Casquillos. Una
zanja en mitad del desierto. Paz eterna. Menú para carroñeros.
Leyes del hampa.
Por
su parte, ella parece absorta en otro tipo de pensamientos. Con el
pie marca el ritmo de las gotas que salpican el parabrisas. El bolso
apoyado en el regazo. Sabe que las órdenes del señor N. eran
sencillas. Sacar a ese desgraciado que la mira de reojo de cuando en
cuando de una muerte segura y llevárselo. No sabe qué planes le
tiene preparado el capo, pero algo le dice que su independencia a la
hora de patearse los bajos fondos y ajustar cuentas empieza a menguar
a cada kilómetro que recorren.
Y
eso no le gusta. Siempre le ha gustado la libertad de ir y
desarrollar su propio modus operandi. Todo vale. Lo
único que importa es el objetivo. Lo que pase entre medias queda
entre ella y sus víctimas, y ya se sabe, los muertos no hablan. No
sabe cómo van a encajar. Pertenecen a dos estratos distintos. Él,
un antiguo combatiente de cuando los jóvenes patriotas se dejaban
las piernas y la vida en arrozales perdidos en Vietnam. Ella, en
cambio, alguien a quien la vida le enseñó demasiado en demasiado
poco tiempo. Extraño tándem el que forman, pero es lo que hay.
La
carretera sigue deslizándose bajo las ruedas del coche. La lluvia da
paso a un frío húmedo. La cuneta pasa veloz dejando siluetas que
parecen esbozadas en el cuaderno de un pintor borracho. La autovía
sigue desierta. Él coge el último cigarrillo y la mira con gesto de
culpa. Se lo ofrece. Ella sonríe. La escena hasta podría resultar
tierna, de novela romántica barata. Pero no es el caso. Ella rechaza
el ofrecimiento con un gesto. Él se encoge de hombros y lo enciende
dando una calada larga. Frente a ellos, a lo lejos, aparece un
desvío. Es el suyo. Su anfitrión les espera. Una zona industrial de
la época de la posguerra, recuperación económica y demás,
abandonada. Edificios medio derruidos. Cascotes. Aparcamientos
barridos por el aire y restos de basura. Un almacén acondicionado
para que tenga tintes algo decentes. Su destino.
Las
luces del Impala recorren el perímetro a cámara lenta. Parece la
escena de una película de terror de serie B. En un extremo tres
coches aparcados. Instintivamente se acercan a ellos. Una vuelta de
control para evitar sorpresas. Todo en orden. Hora de bajar al
asfalto y enfrentarse a lo que esté por pasar.
El
señor N. les espera dentro. Antes de entrar el rollo de siempre.
Medidas de seguridad. Cacheos. Él asumiendo la rutina como algo
inevitable. Manos en alto. Golpes en los costados. Deja el 38 a los
de la entrada. Limpio. Ella parece objeto de una revisión más
profunda. Su cara enmarca la rabia que siente. Manos viciosas
deleitándose de lo lindo con sus formas de mujer. Suspira,
mordiéndose la lengua. Él vé lo que pasa y no puede evitar un
ramalazo de odio. Esa mujer le ha salvado de lo que parecía una
muerte segura, y esto le parece excesivo. Ella trabaja para el que
está dentro. Esos dos están propasándose. Una cosa es ejecutar a
algún cabrón llevándose por delante a su mujer y a sus hijos.
Explicar a alguna camarera de manera explícita que el sisar de la
caja no está bien visto. Todo eso entra dentro de los negocios. Hay
dinero de por medio. Pero la escoria como la que tiene delante le
crispa los nervios. La escena acaba. Ella les fulmina con la mirada
antes de entrar. Él la cede el paso y apunta mentalmente las
facciones de esos dos a toda prisa. El jefe espera y no conviene
demorarse en planear las cosas.
-
Veo que has salido de una pieza- bromea el señor N., sentado en un
aparatoso sofá nada más verlos llegar.
Ella
se queda en un segundo plano. Unos metros alejada, fuera del cono de
luz mortecina que escapa de una bombilla desnuda que cuelga del
techo. Él avanza hasta una distancia prudencial. El hombre que les
ha hecho ir da una calada del puro que sostiene con una mano repleta
de anillos de oro. Viste un traje rayas gruesas. Caro. Apesta a
pasta. Los que le escoltan tampoco andan escasos en parafernalia. Una
gran puesta en escena. En la calle lo primero que se aprende es que
los tiros y los años a la sombra se los comen siempre los mismos.
Los tirados que presumen de tener los kilos o los billetes. Pero el
señor N. no es un cualquiera. Muchos de sus rivales podrían dar
cuenta de ello. Aunque para poder comunicarse con ellos se necesitara
una tabla ouija y un médium de por medio.
-
Siento las molestias- sigue diciendo-. No pudimos hacerlo de otra
manera. Uno de los italianos largó demasiado. Ya sabes que las
nuevas generaciones se pasan la Omerta por el forro de los huevos.
Habló con la puta que no debía. Ella fue con el cuento a los
federales y uno de ellos me lo dijo a mí.
Trata
de asimilar lo que está oyendo. La sensación de haber sido
traicionado hace las pupilas se le dilaten y la respiración se le
acelere. Necesita el nombre. Nada más. Del resto ya se encargará
él. Tenazas y dedos cayendo al suelo como pétalos de una flor
mustia. Soplete y plantas de pies flameados. Taladros perforando
rótulas...
-
No tienes nada que temer. Tu fama te precede. Mientras trabajes para
mí, nadie va a ir a por ti. Ahora mismo es imposible llegar
al que te delató. Le tienen vigilado. Olvídalo- aclara como si
acabara de leerle el pensamiento-. Deja pasar el tiempo. Llegado el
momento te daré su cabeza en bandeja, siempre y cuando aceptas mis
condiciones. Si no...
Deja
la frase en el aire unos segundos. El viento que sopla fuera se cuela
por las paredes prefabricadas del edificio, arrancando gemidos a la
estructura a modo de mal presagio.
-...
no hace falta que te diga cómo acaban estas cosas...
Traga
saliva, acariciándose el mentón áspero. No tiene alternativa. Si
ha escapado de una encerrona no merece la pena ser desagradecido con
su salvador. Sonríe con gesto cansado y la mirada apagada.
-
¿De qué se trata?- pregunta, palmeándose los bolsillos en busca
del paquete de tabaco que ha tirado al bajar del coche.
-
De momento estate localizable. Si yo fuera tú buscaría otra casa.
Ahora mismo puede estar repleta de micros ocultos. Espero que no le
tuvieras demasiado cariño a ese cuchitril.,,
Asiente.
Algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no guardar
recuerdos ni trastos inútiles. A lo que uno coge cariño es lo
primero que se pierde, y bastante tiene con seguir respirando. Lo
único que en verdad amaba se fue hace tiempo, una mañana de
invierno. El vaho escapando de su boca mientras le fulminaba con la
mirada con un mudo reproche. Botellas de alcohol barato separándoles.
Un adiós y luego la soledad. Más alcohol para distorsionar su
realidad. Una cadena de degradación que acabó en una revelación
clara, sencilla. Estás muerto ya, no la cagues más lloriqueando por
las esquinas y añorándola en silencio. Estás muerto para el mundo,
aprovéchalo en tu propio beneficio...
-
¿Cómo nos pondremos en contacto?
-
Tranquilo, ella- señala a la mujer que aparece de entre las sombras-
será la que dé contigo. Si lo ha hecho una vez, no creo que le
cueste mucho volver a hacerlo.
Vuelve
a asentir. Razón no le falta.
-
Eso sí, lima un poco tu aspereza- añade con una sonrisa-. Vais a
tener que trabajar juntos y no quiero problemas.
Los
dos que están bajo el foco de luz le miran. Ella, corroborando una
teoría de algo que daba por hecho. Él, tratando de asimilarlo. La
idea no le gusta ni le seduce. Pero no queda otra, parece decir el
gesto que acompaña a su encogimiento de hombros.
-
Bien, eso me gusta. Ahora descansad. Pronto tendréis que emplearos a
fondo y os quiero descansados...
(-continuará-)
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