lunes, 25 de septiembre de 2017
I
En el filamento de wolframio
de una bombilla incandescente
mueren las sombras
cegadas por un fogonazo de claridad,
una revelación lumínica
que rompe en dos la noche
como un cometa en el cielo
o una verbena de atracciones oxidadas
en mitad de un solar de cartón piedra.
Un diván hecho de retales de nubes
un psicoanalista con un fonendoscopio
para auscultar almas perdidas.
Una enfermera de cofia y ligueros
una polución diurna del color del arco iris
sobre el que camina un cangrejo ermitaño.
Un gallo que canta a media tarde
añorando otros amaneceres
en el que dos cuerpos se unían
haciendo crujir sábanas de barquillo
con el sueño prendido con imperdibles
a párpados cuajados de ojeras.
Un soplo de viento
barre esta página de mi cuaderno
limpiando de escombros estas líneas
dejándome solo en mitad de un erial
jueves, 17 de agosto de 2017
Nueva colaboración
Aquí os paso un enlace a mi última colaboración en la revista Solo Novela Negra.
Espero que os guste:
http://solonovelanegra.com/redes-sociales/
Espero que os guste:
http://solonovelanegra.com/redes-sociales/
martes, 15 de agosto de 2017
-2-
La
lluvia repiquetea sobre la capota del Chevy. Dentro del coche reina
el silencio. Su lugar lo ocupa el humo de cigarrillos fumados
deprisa, calentando el filtro y quemando el labio. Ninguno de los dos
habla. Él, con la mirada fija en la carretera y controlando por el
retrovisor que nadie les sigue. En su cabeza, una orgía de
pensamientos y dudas. ¿Cómo han llegado los federales hasta allí?
¿Quién se ha ido de la lengua? La venganza empieza a ganar peso.
Necesidad de encontrar al delator. Enseñarle que los muertos no
hablan ni acusan. Dos cartuchos en el pecho. Triste final para
alguien que lloriquea entre golpe y golpe. Súplicas. Casquillos. Una
zanja en mitad del desierto. Paz eterna. Menú para carroñeros.
Leyes del hampa.
Por
su parte, ella parece absorta en otro tipo de pensamientos. Con el
pie marca el ritmo de las gotas que salpican el parabrisas. El bolso
apoyado en el regazo. Sabe que las órdenes del señor N. eran
sencillas. Sacar a ese desgraciado que la mira de reojo de cuando en
cuando de una muerte segura y llevárselo. No sabe qué planes le
tiene preparado el capo, pero algo le dice que su independencia a la
hora de patearse los bajos fondos y ajustar cuentas empieza a menguar
a cada kilómetro que recorren.
Y
eso no le gusta. Siempre le ha gustado la libertad de ir y
desarrollar su propio modus operandi. Todo vale. Lo
único que importa es el objetivo. Lo que pase entre medias queda
entre ella y sus víctimas, y ya se sabe, los muertos no hablan. No
sabe cómo van a encajar. Pertenecen a dos estratos distintos. Él,
un antiguo combatiente de cuando los jóvenes patriotas se dejaban
las piernas y la vida en arrozales perdidos en Vietnam. Ella, en
cambio, alguien a quien la vida le enseñó demasiado en demasiado
poco tiempo. Extraño tándem el que forman, pero es lo que hay.
La
carretera sigue deslizándose bajo las ruedas del coche. La lluvia da
paso a un frío húmedo. La cuneta pasa veloz dejando siluetas que
parecen esbozadas en el cuaderno de un pintor borracho. La autovía
sigue desierta. Él coge el último cigarrillo y la mira con gesto de
culpa. Se lo ofrece. Ella sonríe. La escena hasta podría resultar
tierna, de novela romántica barata. Pero no es el caso. Ella rechaza
el ofrecimiento con un gesto. Él se encoge de hombros y lo enciende
dando una calada larga. Frente a ellos, a lo lejos, aparece un
desvío. Es el suyo. Su anfitrión les espera. Una zona industrial de
la época de la posguerra, recuperación económica y demás,
abandonada. Edificios medio derruidos. Cascotes. Aparcamientos
barridos por el aire y restos de basura. Un almacén acondicionado
para que tenga tintes algo decentes. Su destino.
Las
luces del Impala recorren el perímetro a cámara lenta. Parece la
escena de una película de terror de serie B. En un extremo tres
coches aparcados. Instintivamente se acercan a ellos. Una vuelta de
control para evitar sorpresas. Todo en orden. Hora de bajar al
asfalto y enfrentarse a lo que esté por pasar.
El
señor N. les espera dentro. Antes de entrar el rollo de siempre.
Medidas de seguridad. Cacheos. Él asumiendo la rutina como algo
inevitable. Manos en alto. Golpes en los costados. Deja el 38 a los
de la entrada. Limpio. Ella parece objeto de una revisión más
profunda. Su cara enmarca la rabia que siente. Manos viciosas
deleitándose de lo lindo con sus formas de mujer. Suspira,
mordiéndose la lengua. Él vé lo que pasa y no puede evitar un
ramalazo de odio. Esa mujer le ha salvado de lo que parecía una
muerte segura, y esto le parece excesivo. Ella trabaja para el que
está dentro. Esos dos están propasándose. Una cosa es ejecutar a
algún cabrón llevándose por delante a su mujer y a sus hijos.
Explicar a alguna camarera de manera explícita que el sisar de la
caja no está bien visto. Todo eso entra dentro de los negocios. Hay
dinero de por medio. Pero la escoria como la que tiene delante le
crispa los nervios. La escena acaba. Ella les fulmina con la mirada
antes de entrar. Él la cede el paso y apunta mentalmente las
facciones de esos dos a toda prisa. El jefe espera y no conviene
demorarse en planear las cosas.
-
Veo que has salido de una pieza- bromea el señor N., sentado en un
aparatoso sofá nada más verlos llegar.
Ella
se queda en un segundo plano. Unos metros alejada, fuera del cono de
luz mortecina que escapa de una bombilla desnuda que cuelga del
techo. Él avanza hasta una distancia prudencial. El hombre que les
ha hecho ir da una calada del puro que sostiene con una mano repleta
de anillos de oro. Viste un traje rayas gruesas. Caro. Apesta a
pasta. Los que le escoltan tampoco andan escasos en parafernalia. Una
gran puesta en escena. En la calle lo primero que se aprende es que
los tiros y los años a la sombra se los comen siempre los mismos.
Los tirados que presumen de tener los kilos o los billetes. Pero el
señor N. no es un cualquiera. Muchos de sus rivales podrían dar
cuenta de ello. Aunque para poder comunicarse con ellos se necesitara
una tabla ouija y un médium de por medio.
-
Siento las molestias- sigue diciendo-. No pudimos hacerlo de otra
manera. Uno de los italianos largó demasiado. Ya sabes que las
nuevas generaciones se pasan la Omerta por el forro de los huevos.
Habló con la puta que no debía. Ella fue con el cuento a los
federales y uno de ellos me lo dijo a mí.
Trata
de asimilar lo que está oyendo. La sensación de haber sido
traicionado hace las pupilas se le dilaten y la respiración se le
acelere. Necesita el nombre. Nada más. Del resto ya se encargará
él. Tenazas y dedos cayendo al suelo como pétalos de una flor
mustia. Soplete y plantas de pies flameados. Taladros perforando
rótulas...
-
No tienes nada que temer. Tu fama te precede. Mientras trabajes para
mí, nadie va a ir a por ti. Ahora mismo es imposible llegar
al que te delató. Le tienen vigilado. Olvídalo- aclara como si
acabara de leerle el pensamiento-. Deja pasar el tiempo. Llegado el
momento te daré su cabeza en bandeja, siempre y cuando aceptas mis
condiciones. Si no...
Deja
la frase en el aire unos segundos. El viento que sopla fuera se cuela
por las paredes prefabricadas del edificio, arrancando gemidos a la
estructura a modo de mal presagio.
-...
no hace falta que te diga cómo acaban estas cosas...
Traga
saliva, acariciándose el mentón áspero. No tiene alternativa. Si
ha escapado de una encerrona no merece la pena ser desagradecido con
su salvador. Sonríe con gesto cansado y la mirada apagada.
-
¿De qué se trata?- pregunta, palmeándose los bolsillos en busca
del paquete de tabaco que ha tirado al bajar del coche.
-
De momento estate localizable. Si yo fuera tú buscaría otra casa.
Ahora mismo puede estar repleta de micros ocultos. Espero que no le
tuvieras demasiado cariño a ese cuchitril.,,
Asiente.
Algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no guardar
recuerdos ni trastos inútiles. A lo que uno coge cariño es lo
primero que se pierde, y bastante tiene con seguir respirando. Lo
único que en verdad amaba se fue hace tiempo, una mañana de
invierno. El vaho escapando de su boca mientras le fulminaba con la
mirada con un mudo reproche. Botellas de alcohol barato separándoles.
Un adiós y luego la soledad. Más alcohol para distorsionar su
realidad. Una cadena de degradación que acabó en una revelación
clara, sencilla. Estás muerto ya, no la cagues más lloriqueando por
las esquinas y añorándola en silencio. Estás muerto para el mundo,
aprovéchalo en tu propio beneficio...
-
¿Cómo nos pondremos en contacto?
-
Tranquilo, ella- señala a la mujer que aparece de entre las sombras-
será la que dé contigo. Si lo ha hecho una vez, no creo que le
cueste mucho volver a hacerlo.
Vuelve
a asentir. Razón no le falta.
-
Eso sí, lima un poco tu aspereza- añade con una sonrisa-. Vais a
tener que trabajar juntos y no quiero problemas.
Los
dos que están bajo el foco de luz le miran. Ella, corroborando una
teoría de algo que daba por hecho. Él, tratando de asimilarlo. La
idea no le gusta ni le seduce. Pero no queda otra, parece decir el
gesto que acompaña a su encogimiento de hombros.
-
Bien, eso me gusta. Ahora descansad. Pronto tendréis que emplearos a
fondo y os quiero descansados...
(-continuará-)
domingo, 13 de agosto de 2017
-1-
En
la calle llueve. Es de noche y el asfalto encharcado brilla bajo la
luz de las farolas. Dentro, el ambiente es acogedor. Cálido. Una
cafetería perdida en un área de descanso con tintes de los años
cincuenta. Sofás de piel sintética color turquesa. Mesas blancas.
Camareras que se pasean con jarras de café. Camioneros de camisas de
cuadros. Una máquina de discos que nadie parece haber tocado en
años. Suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez
en el que el tiempo se hubiera detenido.
La
puerta se abre, dando paso a un tipo que se perfila en el umbral de
la entrada empapado. Viste gabardina y un maletín. Entra, mirando a
su alrededor. El local está prácticamente vacío. Busca con la
mirada un lugar en el que sentarse y matar el tiempo. La puntualidad
es una de sus virtudes, y ya se sabe: mejor esperar a ser esperado.
Una vida basada en saber que un par de minutos pueden significar
recibir un tiro en el pecho o encontrarse con varios patrulleros
alertados por los vecinos. Un estrés que se le marca en las ojeras
que rodean sus ojos, dándole un aspecto rudo, inquietante. Al que la
barba de un par de días que luce contribuye de manera considerable.
Saluda
a una de las camareras. Ésta le responde con un guiño. Es un
habitual del local. Allí se siente como en casa. Un lugar al que
volver a cualquier hora. En cualquier estado. Donde nadie hace
preguntas. Sólo se nota su presencia en un murmullo apenas audible
pero que tras haber liquidado a alguien por encargo resulta cálido,
acogedor. Uno de esos sitios donde volver es casi una necesidad más
que una obligación.
Toma
asiento junto al ventanal, frente al aparcamiento casi desierto. El
peso del chaleco antibalas le molesta en los hombros. Enciende un
cigarrillo con parsimonia. Le conocen y hasta que no haya rumiado lo
que tiene en la cabeza no va a pedir nada. Mejor así. Da una calada
y entonces la ve. Frente a él, dos asientos más allá. Una mujer
que parece absorta en sus pensamientos. Una mueca triste, de
decepción impresa en unos labios carnosos, pintados de rojo. El pelo
rubio, tirando a cobrizo, recogido en un peinado del que escapan
varios mechones. En la mano un bolígrafo, y frente a ella un
cuaderno. La primera idea que se le pasa por la cabeza es que es una
periodista. Una alarma en su interior se enciende. No quiere saber ni
de plumillas ni de placas. Dos gremios que se caracterizan más por
joder sus intereses que por otra cosa.
Da
una calada, apoyando la cabeza en el cristal. Está frío. Suelta el
humo lentamente, tratando de no mirar a la mujer. Tal vez hay suerte,
y antes de que lleguen sus amigos se ha ido. Eso ahorraría
problemas y tener que estar en su compañía más tiempo del
necesario. Siempre ha sido así. Algo rápido. Un par de cigarros de
espera. La reunión regada por dos cafés aguados. Un adelanto por
sus servicios. Y un filete de tres dedos de grosor poco hecho para
celebrarlo.
Pelea
por no dirigir la mirada hacia ella, pero es imposible. Parece como
si ejerciera algún tipo de atracción sobre su mirada. Esa mueca de
hastío, de cansancio. Esos ojos, fijos en el papel que tiene delante
mientras no para de garabatear. Por un momento se le antoja como una
princesa de cuento. Se siente ridículo sólo por pensarlo. Alguien
como él, con su profesión y su historial jugando a hacer castillos
en el aire mirando a una desconocida. Deja caer la ceniza en el
cenicero y trata de mirar hacia otro lado. Fuera, su Chevy Impala
aguarda baja la lluvia. Lo único que en verdad le ha importado
durante años. Su flamante carrocería. Su huella personal.
Mantenerlo impoluto. Emplear las tardes de los domingos para hacerle
algunos arreglos. La tapicería impoluta. El arcón de madera del
maletero libre de rastros de sangre...
Y
en ese momento sus miradas se cruzan. Siente un nudo en la garganta.
La imagen frágil, a lo muñequita Disney que se había montado en la
cabeza se esfuma. Esos ojos, casi felinos, parecen estudiarle. Su
brillo denota determinación. La de alguien que cansado de vivir una
vida que intentaron colarle como un cuento, lo que ha hecho es gastar
la tinta de ese pufo para levantar el vuelo en libertad y no parar a
mirar atrás.
Sin
saber por qué, le sonríe. Joder, parece un adolescente enamorado
por un flechazo. Lo sabe. Es estúpido todo esto, pero el nudo en la
garganta es real. Ahí sigue. Ahogándole. Ella, en cambio, suspira
sacando un cigarrillo de una pitillera negra. Desde la barra se
acercan varios hombres, compitiendo por ofrecerle fuego. Los mira. El
gesto de cansancio aumenta en su facciones y se levanta de su
asiento, acercándose a él despacio. Alguien acaba de poner en
funcionamiento la Jukebox y suena algo de Elmore James. Todo parece
sacado de una película. Cuando llega a su altura, se detiene, como
si dudara entre decir algo o coger el encendedor de gasolina
directamente de la mesa. Él se lo ofrece con un gesto, sintiendo el
resto de las miradas masculinas clavadas en él.
-
Gracias- susurra ella, desvolviéndoselo-. Me envía el señor N.
Vámonos de aquí. Es una encerrona. Esos camioneros en verdad son
federales. En cinco minutos recógeme en la parte trasera. Tengo un
encargo para ti.
Cegado
aún por el aroma de su cuerpo, tarda en comprender qué le ha dicho.
Algo de unos federales, unos camioneros. Parpadea viéndola alejarse
hacia su asiento. Una sonrisa boba surca su rostro endurecido por los
años y los excesos. Dios, qué bien vendría ahora una ginebra para
tratar de entender todo esto.
Hasta
que la bruma se disipa. El señor N... Camioneros... Federales...
Camioneros sin camiones. El parking está vacío. Ni una triste
camioneta de refrescos. Traga saliva, tratando de guardar la
compostura. Mira el reloj de Coca-Cola que cuelga de la pared, junto
a la entrada a la cocina. Aún queda media hora para su supuesta
reunión. Comprueba que el maletín sigue en su sitio, en el suelo,
entre sus piernas. La desconfianza va con el sueldo y no seria el
primero al que una sonrisa bonita ha esquilmado sin ningún
miramiento. Todo sigue en su sitio. Aplasta la brasa contra el fondo
del cenicero con rabia, mientas estudia a la parroquia. Desde la
nueva perspectiva que le han dado, los camioneros empiezan a levantar
sus sospechas. El atuendo es el que viene de serie con la profesión,
eso es innegable. Pero hay algo, además de la falta de camiones, que
no acaba de encajar. El color de su piel. Están blancos como un
oficinista, nada de tonos morenos por franjas tras kilómetros de
conducción con el sol de frente. Vuelve a mirar hacia la misteriosa
confidente. La música ha enmudecido. Ella no está. La mujer que le
ha dado la bienvenida con una sonrisa le mira y asiente. Tiene que
salir de allí. Y cuanto antes. Cada minuto que permanece allí se le
antoja eterno. Mira de reojo hacia afuera. No hay nadie. El estampido
de una bandeja al caer contra el suelo inunda la sala. Los gritos de
dos camareras pidiendo disculpas se entrecruzan con voces masculinas
diciendo que no pasa nada. La cobertura perfecta. Sin mediar palabra
se pone en pie, recoge sus cosas y sale a la carrera. Sólo una idea
pasa fugaz por su cabeza mientras atraviesa el parking a toda
velocidad: la próxima vez que venga por aquí, tendré que dejar una
propina decente.
-Continuará-
martes, 8 de agosto de 2017
El tren de las 3.10 Spanish Version
(continuación)
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Por el hilo se saca el ovillo o, dicho de manera más prosaica, por el orificio de salida se encuentra por dónde entró la bala. Y de esto va la cosa.
Carmen
Atienza aguanta el tipo. Sabe que no tienen nada firme contra su
Antonio. Es cuestión de esperar. Aguantar el tipo. Hacer de tripas
corazón y salir de allí. Un par de días encerrados en casa. Y, una
vez que la tormenta amaine, hora de poner tierra de por medio. Un
sexto sentido le habla de dinero de por medio. Mucho. Un golpe bien
dado. Pero dos y dos son cuatro, y del único golpe que hablan los
periódicos es el mismo del que le preguntan los policías. Un asalto
a un coche-correo camino de Córdoba. Cadáveres de por medio. La
cosa pinta fea. Garrote fijo para los que lo hicieron. A ella le toca
la parte difícil. Dar gato por liebre. Inventarse algo creíble, no
contradecirse y dar la voz de alarma para que su Antonio ande con
ojo, no le carguen a él los muertos. «Mire señora, no me haga
perder el tiempo.» dice un policía de profundas ojeras y piel
grasienta. «No sé de que me habla, señor agente. Ya les dije que
mi Toño no tiene nada que ver con eso que dicen de un robo a un
tren. Estuvo con su amigo Paco de Dios. Pregúntenle a él» Y el
tema sigue por estos derroteros. «No nos haga perder el tiempo.
Podemos ser más expeditivos». «No me diga usté eso señor
policía»…
Cuando
de pronto pum, sorpresa. La puerta de la sala de interrogatorios se
abre. Entra un chaval joven, de mirada nerviosa que al ver a Carmen
Atienza se sonroja y baja la mirada. El policía de dentro protesta
con un sonoro «¡Cojones, Gutiérrez!» Carmen se pasa la mano por
el pelo de manera coqueta. El joven tartamudea una disculpa y entrega
un papel. Saludo marcial y el púber de uniforme y pelusilla a falta
de mostacho fiero, de hombre, sale de escena. Su superior desdobla la
nota y le cambia el gesto. Carmen se teme algo. «Le han pescado, el
muy animal ha salido de casa y le han pescado», piensa. Traga
saliva. Cierra los ojos, santiguándose. Imagina la escena. Su Toño
saliendo a la calle a cuerpo gentil. Una navaja al cinto y un
revólver en el bolsillo del pantalón. Siempre ha sido así.
Impulsivo. Visceral. Rápido tirando de filo o certero al disparar…
Una
sensación de vacío se abre paso en su estómago. El policía esboza
un gesto cansado y pide disculpas. Después, sale de la habitación.
Ella se queda a solas y con un mal presagio en la cabeza.
Mientras
tanto, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Carmen,
aguantando el tipo. Antonio Teruel, tieso como la mojama y con media
cabeza borrada de un disparo. Donday, alias el Pildorilla,
cogiendo un tren rumbo a París. Paco de Dios, en otro pero con
dirección opuesta, a Lisboa para pillar un trasatlántico con
destino a un país exótico donde pulirse la pasta. Navarrete,
pagando deudas de juego y Honorio Sánchez, más de lo mismo. La vida
sigue. Al pan, pan. Al vino, vino. Y al fiambre, una paletada de cal
y que nos espere muchos años.
Y
la noticia llega como una cuchillada. Antonio Teruel se ha quitado de
en medio. Carmen se desmorona. Es la hora de las lágrimas. Los
llantos y los hipos. Los vahídos fingidos de antes ahora son en
serio. Nada de simulacros. Su Toño va camino de ser pasto de gusanos
y el palo es de los gordos. Pero más grandes son las consecuencias.
Tras unos minutos de incertidumbre y miedo, pide hablar directamente
con el comisario. Es hora de poner las cosas en su sitio. Eso no va a
devolverle a su marido. No estará esperándola en casa. A lo sumo,
un charco de sangre cubierto de serrín y algún plumilla a la espera
de hablar con ella. Pero lo que sí le dará, es consuelo. Los que
estaban en el fregao también van a pagar el pato.
Más
tarde.
La
policía tiene algo sólido. Parte de la historia ya la sabían, o
intuían. Pero aún así, la declaración les permite estrechar el
círculo. Antonio Teruel contactó con Paco de Dios. Ya habían hecho
algún trabajo juntos con anterioridad. Había más gente metida. Un
tal Navarrete y uno más joven de rasgos afeminados que le llamaban
el Pildorilla. Otro más grande estaba metido también en el
asunto, pero de ése, señor agente, no le sé decir el nombre. Y eso
es todo. La escena termina con una colérica Carmen Atienza exigiendo
justicia. No por sentimiento de culpa o por deseos de limpiar el
nombre de su marido. Simplemente para que otros corran su misma
suerte. Ojo por ojo. Y el verdugo ganándose el pan.
Días
más tarde.
Los
cuatro involucrados están a buen recaudo. De Dios cayó cerca de
Badajoz en un tren. Dos civiles uniformados le esperaban. «Buenas
tardes, caballero. ¿Es usted Francisco de Dios Figueras?» «¿Por
qué?» «Diga sí o no». Mirada de las que asustan por parte de los
del tricornio. Paco titubeando hasta musitar un sí. Uno menos.
Honorio
Sánchez seguía con su vida de derroche y deudas. Su posición no
era la misma que la de Teruel y los otros desgraciados. Se sentía
superior. Intocable. Hasta que llegó la visita inesperada. Finca en
Ciudad Real. Aires de realeza. De gente de bien. Los que van a por
él, se sienten intimidados. Una cosa es cumplir uno con su deber en
mitad de un camino al acecho de un roba gallinas, y otra muy distinta
ir a dar por saco a gente de posibles. Pero las cosas hay que
hacerlas. Mentón alto. Paso decidido y que sea lo que Dios quiera.
Nueva ristra de preguntas. Respuestas altaneras. «Sí, soy yo.
¿Quiénes coño se creen ustedes que son para venir a mi casa a
molestar?» La cosa se tensa un poco. Pero al final, Honorio Sánchez
también es detenido. Otro menos, y van dos.
Donday
a lo suyo. Las drogas químicas de última generación y darse una
vida de lujo en Francia. Hasta que escucha algo sobre la detención
de sus compinches y el suicidio de Antonio Teruel. Hostias. Mal
asunto. Hora de dar la cara. Mejor poner las cosas fáciles, no sea
que al final se tuerzan. Se presenta en la embajada de España en
Francia y suelta lo que sabe. Le ponen bajo custodia y a esperar a
que le reclamen de Madrid. Y con la tontería, ya van tres.
Navarrete
es el que lo tiene más jodido de todos. Lleva unos días
indispuesto. Sintiéndose mal. La muerte de los del tren le hace
tener pesadillas. No era necesario acabar con ellos, simplemente
sedarles con la mezcla que había preparado Donday. Pero la cosa se
torció, joder. Una chapuza. Por ello, cuando la policía llama a la
puerta de su habitación suspira aliviado. Solloza asustado, pero el
calvario del silencio impuesto ha terminado. Lo que tenga que ser,
será. Pero la entereza se le cae a los pies cuando es engrilletado y
sacado de la cama a golpes. Su padre, Guardia Civil e íntimo amigo
de Primo de Rivera, observa la escena en silencio. Avergonzado. Con
autoridad detiene la comitiva. Los policías se apartan. Plas.
Abofetea a su hijo. Después, ordena que se lo lleven. Cuatro. Póquer
de detenidos.
La
justicia actúa con velocidad. El único que se salva es Donday.
Veinte años a la sombra y a vivir que son dos días. El resto,
garrote. Ni apelación ni indulto ni hostias. Los días pasan y llega
la noche del día de antes. Están los tres en la celda de Paco. Éste
fuma en silencio, asumiendo lo que está por venir. Honorio y
Navarrete se desmoronan. Lágrimas y lamentos. La misma mierda de los
interrogatorios tratando de cargar el mochuelo a los demás. Y los
mismos resultados: nada. Su suerte está echada. La cuenta atrás ha
empezado. El resto de lo que pase es mero artificio para tenerlos
entretenidos unas horas. Comunión y rezos de madrugada. Deseo de
dejar testamento por escrito. Otra misa, por si con la primera no
habían tenido suficiente. Y hora de salir de la celda. Empieza el
desfile.
El
primero en salir es Honorio Sánchez. Son las seis de la madrugada.
El tiempo es fresco. Avanza con pesadez. Suplicando. Despedidas entre
lágrimas y balbuceos. Besos a los crucifijos de los sacerdotes que
le llevan al garrote. Más lamentaciones. Una vuelta. La voz y los
llantos ya no salen tan fluidos, les cuesta un poco más. Nueva
vuelta. Un sonido gutural. Clac. Después, nada.
A
las seis y diez sale Paco de Dios. El que pensaba que iba a ser el
viaje de su vida ha cambiado un poco. Nada de ron y playas. Toca
suelo de piedra y dos verdugos borrachos. Camina con la cabeza alta.
Un hombre resuelto que asume las consecuencias de sus actos. Le
sientan. Aquí no hay lloros ni súplicas. Una mirada desafiante a su
alrededor. Caperuza de tela negra. Dos vueltas. El tornillo que
chirría un poco y un reguero de orina en la pernera del pantalón
dando fé de su muerte.
Desde
que se quedó solo en la celda, Navarrete está inquieto. Nervioso.
Intenta tragar saliva pero tiene la garganta seca. Le falta el aire.
Gimotea y pide un tranquilizante que le ayude a pasar este último
trance. No hay manera. A las seis y diecinueve se acaban las
gilipolleces y las contemplaciones. Finge estar desmayado y le tienen
que llevar en vilo. Tampoco es que importe demasiado. Le sientan en
el banquillo. Los verdugos tienen que hacer algo más de fuerza. Uno
resopla. El otro le mira. Una última vuelta acompañada de un último
esfuerzo hasta que su gaznate suena como una nuez al partirse. Clac.
Un
fiambre más en el patio de la cárcel. Curas haciendo la señal de
la cruz y hora de largarse. Es el momento de las mortajas y las
plañideras. Un tren expreso. Un coche-correo. Un palo que apuntaba
maneras. Seis muertos y lo que iba a ser la hostia, se descubre como
una chapuza. A eso se resume todo.
lunes, 31 de julio de 2017
De brotes de soja y palos erróneos
Primera parte:
El plan es sencillo. Cuatro tíos.
Una tienda de chinos. Patada a la puerta y entran tres. El otro
vigilando desde el coche. Gritos. Órdenes. Mensaje sencillo y
conciso, que no están las cosas para andar pidiendo traductores a la
embajada. Chino, ya me vas abriendo la caja y la vacías en esta
bolsa. Tú, la del mostrador, saca los cartones de tabaco. No nos
toquéis los cojones que no estamos para tonterías. Todo esto
apuntando con la recortada y la cara tapada con medias. Así rollo
película de Hollywood. La cosa cuaja y los dependientes obedecen. El
tercero, a falta de nada mejor que hacer arrampla con los estantes
cercanos. Los nervios son muy malos y a unos les da por fumar como si
no hubiera un mañana. A otros, en cambio, por la comida basura. La
vida es simple, naces y mueres y antes o después todos acabamos
siendo pasto de gusanos.
La cosa termina. Los tres
saliendo. Uno de los de dentro que quiere emular a los de la saga Lee
y acaba como Brandon. Pum. Plomazo en la cara. Cirugía radical. De
valientes el cementerio está lleno y éste va camino del olimpo de
los héroes anónimos. La herramienta aún suelta humo cuando se
montan en el coche. Respiración entrecortada y subidón de
adrenalina. Hora de salir por piernas de allí, no sea que tanto
ruido traiga oídos curiosos y estos vistan de azul y piloten un
coche patrulla.
Segunda parte:
Las cosas van como van. La pasta
se pule. Demasiadas fiestas. Demasiada farla. Demasiadas putas. Y
claro, la avaricia rompe el saco y cuando éste se queda sin un pavo
toca volver a las andadas. Si una vez la cosa ha funcionado, por qué
no lo va a hacer otra. Y al lío. Mismo modus operandi. Otra
tienda de chinos y el mismo rollo. Pero claro, tanto va el cántaro a
la fuente que se acaba rompiendo. Y en la calle, esta rotura siempre
se ve precedida por lenguas que hablan demasiado y oídos indiscretos
que oyen más de la cuenta.
Nueva patada a la puerta.
Cristales saltando por los aires. El clinclinc de un móvil que
cuelga del techo enmudece al ser arrancado de cojo. El local parece
sin moros en la costa. Dos plantas. Muchas estanterías. El amigo de
la comida basura a vaciarlas. Los otros dos a amenazar y gritar. El
que va de líder se viene arriba, metiéndose en el papel. Vamos
amarillo, dame lo que te pido o te borro esa sonrisa de la puta cara,
cabrón. Tensión. El chino que ni se inmuta. Sonrisilla de mí
no entendel, ¿quieles celvesa flía? y vuelta a
empezar. Los nervios que se tensan como cuerdas de piano. Ruidos
extraños en la planta de abajo. Una puerta que se cierra de un
portazo. Pasos atropellados por las escaleras y en un visto y no
visto, quince tíos con pinta de ninjas apareciendo de la nada. Las
cosas empiezan a torcerse. Desde la calle se escucha el chirrido de
unas ruedas quemando asfalto. Pintan bastos y aquí no hay rescates
que valgan. Los muertos de hambre que juegan a los gangsters no son
un banco. Aquí ni dios va a mover un dedo por ellos. Pero mejor
dejemos que la cosas se sigan desarrollando.
Tercera parte:
Una mesa de madera y un martillo
de cabeza redonda. Pumb. Unos nudillos que se rompen. Y los golfos
amateur que antes gritaban dándoselas de machitos, ahora chillan
como cerdos a medio degollar. Lamentaciones. Súplicas. Huesos que
crujen. Órganos que revientan. Una clase magistral de bricolaje
humano.
Dos de los atracadores están
inconscientes en el suelo. El tercero aún se resiste. Le han curtido
de lo lindo, pero aún se mantiene en pie. La puerta del sótano se
abre, dejando entrar un poco de aire fresco del exterior. Allí
dentro huele a sudor y miedo. Fluidos corporales y humedad. El cambio
se agradece por unos segundos.
Entran dos tíos. Uno alto y
delgado, cargado con bolsas empapadas en grasa y especias. El otro
con pinta de emperador. Los que se están ganando el pan se hacen a
un lado cuando llegan a su altura. El respeto es palpable. Hablan
entre ellos. Él asiente y se gira hacia la mesa. Parece evaluar lo
que ve. Vuelve a asentir. Sonríe. Los ojos se le cierran más aún.
Parece pensárselo. Se fija en los dos del suelo. Se acaricia el
mentón. Hace un gesto inequívoco de pasarse el pulgar por el
gaznate y se marcha por donde ha venido, junto a su silencioso
compañero. La suerte esta echada y la respuesta no va a tardar mucho
en llegar. Pero antes, comer algo en los tuppers que les han llevado.
Lo primero es lo primero y al parecer durante un tiempo el pollo
teriyaki no va a ser muy aconsejable en el restaurante de la planta
de arriba,
Cuarta parte:
Enemigo que huye, puente de
plata. O eso piensa el que dejó tirado a los tres de dentro de la
tienda. Coche calcinado. Eliminación de pruebas. Y a vivir que son
dos días. Aunque a juzgar por los que andan unos paso detrás de él,
podemos decir que de esas cuarenta y ocho horas, le quedan sólo
cinco minutos. Y si llega.
Pero mejor dejemos que respire y
vayamos concluyendo. Que como bien dice el refrán siciliano «Cu é
surdu, orbu e taci, campa ceni'anni'mpaci». Ya se sabe, quien es
sordo, mudo y ciego vive cien años en paz, y servidor prefiere
llegar a viejo pese a los achaques que acabar escabechado entre
brotes de soja en la mesa de algún comensal aficionado a los precios
económicos.
domingo, 30 de julio de 2017
Silencio
La
habitación huele al desayuno que acaban de subirnos y que aún no
hemos tocado. Café solo, doble y sin azúcar. Leche templada, un
sobre de Cola-Cao y tostadas recién hechas con tomate y
aceite.
Estamos
sentados frente a frente. Tú, con la espalda apoyada contra el
cabecero. Yo, con las piernas cruzadas a los pies de la cama. Estamos
en silencio. Es una situación un tanto peculiar. Hace tres días,
como aquel que dice, ninguno de los dos sabía de la existencia del
otro. Y ahora míranos. Parecemos dos personajes de novela barata
escrita por un aficionado con resaca un domingo cualquiera.
Me
aguantas la mirada de una manera que me invita a acercarme. Y eso
hago. Lo primero que supe de ti, es que tu sonrisa, o eso decías,
era falsa. Eso es porque nunca has visto el brillo de tus ojos
jugando con la luz del sol que entra por la ventana. Tienen un color
difícil de explicar y menos aún a estas horas.
Tratas
de decir algo, pero no te dejo. Mi dedo índice apoyado en tus labios
te hace callar. De fondo se oye el mar chocando contra los pilares
del hotel. Dejamos que su suave ronroneo se instale entre nosotros.
Un mechón te cae sobre la cara y lo apartas al instante. Nuestras
manos se rozan como si llevaran buscándose una eternidad que acaba
de terminar, desatando una magia que hasta ese momento había
permanecido oculta, tal vez por timidez o torpeza.
Volvemos
a mirarnos, buceando cada uno en las pupilas del otro. Veo mi reflejo
en las tuyas. Supongo que tú también en las mías, pero deja que te
describa. Siempre me ha gustado jugar a eso, a explicar con pocas
palabras aquello que ni mil imágenes podrían decir. El pelo
cayéndote sobre el hombro izquierdo, la barbilla algo levantada,
dejando a la vista un cuello que suena suave en mi imaginación.
Sin
ser consciente de ello, mi mano acaricia tus mejillas. Es un acto
involuntario, deliberado pero sin premeditación. Tus pómulos se
deslizan bajo la yema de mis dedos como si estuvieran hechos
precisamente para eso. Para jugar al escondite entre ellos, mientras
que nosotros seguimos bebiéndonos el silencio que nos rodea y la
distancia que nos separa.
Estamos
cerca el uno del otro. Nunca antes lo habíamos estado antes. Ni
siquiera la noche anterior cuando emprendimos la huida de todo cuanto
nos rodeaba y marcaba nuestro día a día. Eso sí que fue un acto
impulsivo. Loco incluso. Casi dos desconocidos que se embarcaban en
una historia aún por escribir frente a dos platos de comida rápida
en una estación de tren. Sí, ya sé que todo no empezó
precisamente como en un cuento de hadas. Tal vez un marmitako y un
buen vino habría sido un comienzo más interesante. Lo sé, pero
nunca he sido amigo de buenos prólogos sino de mejores finales.
Nos
acercamos un poco más, tanto que casi llegamos a besarnos. Cierro
los ojos, me humedezco los labios y trato de recorrer esos pocos
milímetros que me separan de ti en el menor tiempo posible.
Y
entonces, en lugar de ello, el molesto zumbido del despertador me
obliga a abrir los ojos y parpadear tratando de enfocar lo que me
rodea. No. No estoy en una habitación de ensueño con bonitas vistas
al mar. Tampoco estás a mi lado. El aire no huele a café y pan
recién tostado. Sólo a tabaco y soledad.
sábado, 29 de julio de 2017
In Memorian
La
espuma de las olas lame mis pies como aquella primera vez. La
nostalgia y el recuerdo me arrastran al pasado como la resaca limpia
de algas la playa. Aquella primera vez...
Hace
tantos años de ello. Los dos cogidos de la mano. Tus ojos grises
como el horizonte perdidos en él. Tus silencios. El aroma que
escapaba de tu cuerpo. Ese olor dulzón a cansancio y derrotas. A
sueños rotos flotando al despertar como restos de un naufragio en
alta mar...
Una
lágrima salada resbala por mis mejillas para unirse con sus hermanas
a mis pies. Un nudo aprieta mi garganta. Trato de sofocar el llanto.
Hace tanto tiempo de aquellas carreras sobre esta misma arena...
Risas.
Conversaciones. Confesiones frente a una hoguera al caer el sol.
Ninguna prisa por volver a casa. Tantas cosas que contar, y tus
prisas por aprovechar ese escaso tiempo, como un presagio de lo que
estaba por pasar...
La
soledad de la mañana me rodea como una mortaja, meciendo tu recuerdo
ante mí. Tu sombra reptando a tus pies entre dunas. Tu figura
mirando el agua, calibrando cuándo llegaría
la tempestad que nos separase. De tempestades y separaciones sabías
demasiado. La experiencia de una vida en contraste con mi inocencia.
Como aquella vez que me regalaste aquella gorra de capitán que me
venía grande. Mis fantasías hablando de
viajes transatlánticos, de tierras
vírgenes por descubrir, de tesoros
ocultos... Tus pupilas empequeñecidas por el sol, mirándome en
silencio, describiendo otros viajes, otros puertos en los que
atracar, otros atardeceres con el miedo disipado en una sonrisa
forzada al pisar tierra firme.
Enciendo
un cigarrillo con el mismo mechero que olvidaste en casa. O que tal
vez dejaste de manera premeditada. Tus olvidos que se
transformaban en mis hallazgos. Veo perderse al humo en la
nada, sintiéndome pequeño. Insignificante. Como aquella última
vez. Tu despedida tratando de prometer un retorno. El brillo de tus
ojos. Aquella manera tan tuya de frotarte la nariz cuando no sabías
qué decir. Mi promesa de estar esperándote. El petate con tus pocas
pertenencias en el suelo. Un último abrazo. Cálido. Tierno. Dpupejando
un aroma a promesas por cumplir que morían a medida que nos
separábamos. Una mano diciendo adiós. Unas lágrimas que rompían
los diques de la contención. Y un te quiero, vuelve pronto
escapando entre hipidos de mi boca...
La
brisa roza mi cara como tú solías hacer con mi cabeza,
despeinándome pese a mis protestas. De fondo una gaviota se pierde
en el cielo, tal vez haya ido a morir mar adentro. Siempre lo decías
y nunca lo creí. Hace años de aquello. De aquellas palabras. De
aquella última vez juntos frente a este mar. Ha llovido mucho, otros
muchos han dejado su vida como tú hiciste en mitad de una borrasca.
Y desde entonces, padre, siempre vuelvo a ver otros barcos, otros
viajes, otros sueños zozobrando entre redes y vientos. A la espera
de que vuelvas, aún sabiendo que el mar es un amante celoso y nunca
te devolverá.
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