Y llegó el día D. La hora H se ha retrasado un poco más de lo deseado (sí, se me han pegado las sábanas). Pero aquí estamos. Preparados para empezar el viaje. No tengo mucho que contar. Durante las próximas semanas seguiremos con dos entradas con esto que os ofrezco ahora, más una aleatoria en la que, dependiendo del día, iré poniendo cosas según surjan, ya sean relatos, reseñas o lo que me dé la gana.
Pero bueno, dejémonos de charla banal y entremos en faena. Ahí os va: 1/15
La
vida te ha enseñado bastantes cosas, pero ahora mismo piensas en dos
lecciones magistrales que te han llevado a donde estás. La primera:
las hostias duelen, tanto al que las da como al que las recibe. En el
cine todo es muy bonito. Sonny Corleone sacudiendo de lo lindo a
Carlo en un callejón. Golpes fingidos y de puta madre. Dicen corten,
y todos tan colegas. Ahora bien, mírate las manos y dime cómo las
tienes. Hinchadas y amoratadas. Pero así es la vida. Sencilla.
Naces. Creces. Te encargas de joderla y mueres. No hay vuelta de
hoja. Y, hablando de joderla, ahí está el segundo aprendizaje: si
algo puede joderse, descuida que se va a joder de lo lindo; hasta que
acabes metido en la mierda hasta el cuello, o, como es tu caso,
esposado en la sala de espera de urgencias y con dos maderos al lado.
La peña mirándote sin cortarse. Niñatos borrachos al borde del
coma etílico que flipan de lo lindo con tus pintas. Padres con bebés
en brazos tosiendo como fumadores crónicos o tuberculosos a punto de
escupir un trozo de pulmón de un momento a otro, curioseando por
encima del hombro a ver qué se cuece. En fin, que pareces una puta
atracción de feria custodiada por dos centuriones con caras de pocos
amigos.
Las esposas te aprietan las
muñecas. Los dedos te hormiguean. No sabes si a consecuencia del
politraumatismo como lo han denominado los médicos encargados de
tomar tus datos a la entrada, o porque los grilletes te están
cortando la circulación. Preguntas al tío que tienes al lado que si
te las puede aflojar. Por preguntar no pierdes nada.
- Sí, claro- responde
apretándote el dorso de la mano hasta que estás a punto de gritar
como un cerdo a medio degollar-. ¿Quiere la princesa algo más?, ¿un
café?, ¿una suite con vistas al mar? Deja de dar por el culo y
cállate la puta boca, chaval. Te lo estoy diciendo de buenas, así
que no me hagas cabrear antes de llegar a comisaría, hazme caso- te
susurra al oído como si fueras una parejita haciéndose confesiones
en un picnic en Central Park o entrando en faena un viernes por la
noche al salir del cine.
Callas. Algo en tu cabeza te
advierte que pasarte de listo va a suponer algo más que dos manos
rotas y un ojo a la funerala tan pronto como lleguéis a los
calabozos. Te estremeces sólo con pensar en el recibimiento que
pueden haberte preparado. Tratas de distraerte. Mantener la cabeza
ocupada en otras cosas que no s'ean tu incierto futuro. Una enfermera
pasa por delante vuestra. Los tres la seguís con la mirada. No hace
ni una semana que has salido del trullo y sabes que de no tener toda
la sangre concentrada en las manos y el ojo hinchado, habrías tenido
una erección más que vistosa y dolorosa. La idea te hace sonreír.
Aspiras el aroma a perfume caro que ha dejado flotando a la deriva
como un cadáver hinchado en las aguas mansas de un pantano mecidas
por la brisa del amanecer.
- Sí, haces bien. Aspíralo
porque vas a estar mucho tiempo mordiendo almohadas en el talego- te
advierte el otro poli-. Nos vamos a encargar personalmente de ello,
créeme.
Los dos se ríen. No le pillas la
gracia al chiste. Les miras. Parecen una fotocopia el uno del otro,
como si fabricaran polis en serie o algo por el estilo. Mandíbula
cuadrada. Cuello de toro, mirada fría y amenazadora. Cabeza rapada.
En resumidas cuentas, la estética de un hooligan
cansado de abrir cráneos en las tabernas de Manchester que ha optado
por pasarse al otro lado de la justicia.
Tratas
de ser optimista. Tal vez te ingresen, o te enyesen algún hueso y
pases la noche en observación. Y ya puestos a hacerse pajas
mentales, quién sabe, con mucha suerte hasta puede que salgas por
piernas en un descuido. Motivado por la idea miras a tu alrededor.
Gatillazo emocional. La sala
de espera te hace sentir como un jodido náufrago. La gente se hacina
en los asientos más alejados de vosotros. Filas vacías a vuestro
alrededor, como si fuerais una puta isla desierta en mitad del
océano. Un nuevo flash de optimismo se abre paso en tu cabeza. Tu
viejo sirvió en la Segunda Guerra Mundial en Okinawa o un sitio de
esos perdidos en el Pacífico con nombre de salsa asiática, y volvió
de una pieza. Es más, de una pieza, sano y con ganas de preñar a tu
madre otras tres veces para aumentar su vasta prole. Quizá, obviando
lo relacionado con la procreación, esa suerte tenga alguna marca
genética y puedas salir de rositas de la que te ha caído,
y de la que te espera fuera del hospital.
Desde tu silla ves a dos polis
entrar en la sala de espera. Barrigudos y de andares cansados. Al
parecer dejaron los anabolizantes y los batidos de proteínas por los
donuts y los cafés; el ciclo evolutivo del buen poli: dejar de
perseguir el crimen y jugarse el pellejo para sentarse en un coche
patrulla, envejecer y resignarse. Sin mediar palabra se colocan
delante tuya. Uno de ellos asiente. El otro gira el cuello en
dirección a la puerta, hace un gesto y un tercero apaga la luz. En
menos de un segundo se escucha un sonoro plash. Tú lo notas a la vez
que lo escuchas en estéreo. Después, la luz vuelve a resucitar como
si no hubiera pasado nada.
- ¡Lo siento!- se disculpa el
poli que se ha quedado cerca de la puerta para dejaros a oscuras en
lugar de jugar al divertido juego de sopapo-a-oscuras.
Los
dos polis te miran con odio. Los que te custodian a ambos lados pasan
del tema, van a lo suyo. Uno comprobando la marca que le han dejado
los calcetines en las pantorrillas, y el otro aprovecha la cobertura
para hurgarse entre los incisivos con una uña. Estás solo ante el
peligro. Tragas saliva. Sientes la garganta reseca. Ni Okinawa ni
pollas en vinagre, te acaba de quedar claro que las vas a pasar muy
putas en cuanto salgas de allí. Un sudor frío te recorre la
espalda. Un escalofrío te hace estremecer. Las esposas tintinean.
Los polis barrigudos se van por donde han venido sin mediar palabra.
Andares rufianescos, algo así del rollo sheriff de peli del oeste.
Vuelves a quedar aislado del
resto junto a tus compañeros de banco. Mal augurio.
Un par de médicos atraviesan la
sala hablando de sus cosas, y pocos metros por detrás el servicio de
limpieza empapa sus fregonas para dejar el suelo impoluto y
desinfectado, como una jodida patena. Miras entre tus pies. Dos
goterones de sangre reseca. No sabes si tuya o de otro paciente.
Tampoco es que te importe demasiado. Lo mejor está por llegar, y
eres consciente de ello. El poli que tienes a tu lado juguetea con
una alianza de oro. Le miras y le envidias. Le imaginas viviendo una
vida de película. Con una casa grande, con porche y jardín en las
afueras. Una mujer atractiva que sale a recibirle en cuanto llega del
trabajo. Olor a pastel de carne flotando en la cocina y una
conversación banal antes de ir al dormitorio a consumar el
matrimonio a oscuras en la posición del misionero.
La antítesis de tu existencia.
Has pasado media vida en una pensión de mala muerte en la zona más
jodida de un suburbio jodido. Tu dieta ha sido rica en hamburguesas,
perritos calientes y esas mierdas que obstruyen arterias y producen
diabetes. Y en relación a una mujer esperándote en casa, lo más
parecido que has conocido es la casera, esa puta vieja rusa
desdentada que a cambio de un par de polvos ha hecho siempre la vista
gorda porque te retrases a la hora de pagar el alquiler.
Sientes asco y lástima de tí
mismo a partes iguales. También algo de envidia y comprensión hacia
los tíos que te custodian. Sabes que lo que te pase de ahora en
adelante es algo que tienes más que merecido. ¿Síndrome de
Estocolmo? Gilipolleces. Vives en Estados Unidos. La pena de muerte
es un hecho y en cualquiera de los estados que te rodean sabes que
fríen a la gente en la silla eléctrica prácticamente por aparcar
en doble fila. ¿Qué puedes esperar después de meterte en el marrón
que te has metido? ¿Irte como si nada con una regañina y un par de
palmaditas en la espalda? Y una mierda. Toca afrontar la realidad, y
sabes que los gimoteos y esas mariconadas no te van a servir de nada.
No es un farol. Es la puta realidad.
Un consejo: aprieta los dientes
que esto va a doler.
Pero mejor empecemos por el
principio. ¿No crees?
-Continuará-