Deja que te
cuente algo. No. No hace falta que te despiertes. Sigue durmiendo. Solamente
presta atención.
Siempre he estado ahí. Desde el comienzo de los Tiempos. Mucho antes de
que sobre la superficie de la Tierra la vida comenzase a desarrollarse, yo ya
estaba presente. Esperando, paciente a que llegase mi momento. La hora de
expandir mis alas, soplar mi gélido aliento y desaparecer sonriente y
satisfecha. Sí, así es. He visto nacer y crecer Imperios. Los he visto
sucumbir, desaparecer para siempre en el polvo de la Historia.
He viajado sobre campos de batalla. Cabalgué bajo un sol de justicia en
el desierto a lomos de la cruz roja de los Templarios,
y en el filo de las espadas sarracenas. He estado en la bala del francotirador
que hace puntería en la cabeza de un niño en la cola del mercado, y en el ánima
de un cañón antiaéreo de ochenta y ocho milímetros que abre fuego hacia el
cielo en mitad de la noche. He campado a mis anchas por escenas aterradoras.
Estuve en la mirada perdida de criaturas huérfanas en Varsovia, en el llanto y quejidos del soldado que agonizaba en Stalingrado con las vísceras fuera,
sobre un océano de hielo que le rodeaba y ralentizaba su muerte. Estuve en el
objetivo de Robert Capa en el Día D, en la selva codo a
codo con el vietcong y el miedo de una columna de prisioneros rumbo al paredón. Avancé junto a las hordas
bárbaras que hundieron el Imperio Romano. Crecí y florecí en la Edad Media,
manifestándome en forma de plagas, enfermedades, miedos y fanatismos
religiosos. Lamí el cuerpo de los infieles, al mismo tiempo que las llamas
purificaban su alma y reducían sus heréticas formas a cenizas. De la misma
manera que oí crujir sus miembros a cada vuelta del potro en frías y húmedas
celdas, restallando tendones y astillando huesos mientras me limitaba a esperar.
Ese es mi trabajo. Esperar entre bambalinas la hora de actuar.
Viajé a lomos de Little Boy
en las bodegas del Enola Gay.
Estuve presente en los ojos del gladiador fatigado después del combate. En las
llamas trémulas del primer fuego controlado por el hombre. En las hambrunas que
diezman la población mundial. Fui testigo del exorcismo de Almansa, corregí los cálculos y el método empírico de Unabomber. Habito en el odio y el fanatismo del
camicace que estalla entre una muchedumbre desarmada e inocente. He estado en
la mirada del familiar que tras una lenta agonía dice adiós a este mundo, y
también he estado a tu lado amigo mío. Desde siempre. Desde el día en que dos
azotes y el llanto dieron paso a tu vida. En tu mirada nerviosa ante el primer
beso y en las lágrimas del primer adiós mientras el cuerpo de un ser querido
era devuelto a la tierra en una caja de madera. Incluso aquella vez que el vecino del tercero comprobó que fumar mata. Sí. ¿Lo recuerdas? Se vació las venas con el filtro de un cigarrillo carbonizado. Entonces nos vimos. Tú entrabas en el portal. Yo salía. Fin de nuestra primera toma de contacto.
Pero deja que siga. Me he deleitado y sentida halagada en la barbarie humana. En lo dantesco-
y en ocasiones lo soez- que acompaña a todo acto desesperado y fanático. Gestos
heroicos, valientes y cobardes. Gritos aterrados, lágrimas congeladas para
siempre en unos ojos muertos, y por supuesto miedo. Miedo a lo desconocido y a
todo cuanto me rodea.
A buen entendedor pocas palabras
bastan, dice un dicho popular casi tan viejo como yo, pero antes de dejar
que despiertes aterrado en mitad de la noche. Ciego por el pánico, empapado en
sudor y repitiendo una y otra vez algo tan estúpido como sólo ha sido un sueño, no hay que temer a los sueños; creo oportuno
decirte mi nombre. Dejarte mi tarjeta de visita. Algo así como una breve
presentación, ya que tarde o temprano nos conoceremos e intimaremos más- de eso
no te quepa la menor duda-, y verás que no todo es tan frío y terrible como lo
pintan. Es tu destino. El final de tu camino, de tu existencia en eso que
llamáis vida. Y yo, soy la Muerte. La encargada de barrer los despojos que el
tiempo deja en la cuneta, haciendo que viváis una fantasía en la que las voces
de los que se fueron suenan como una melodía en vuestro recuerdo. Obviando aquello
tan ligado a ellos, tan sumamente humano, que solamente sois capaces de
recordarles como ángeles que por arte
de magia se fueron al cielo.
Pero seré sincera. No hay cielos ni infiernos ni nada. Sólo oscuridad.
Carroñeros que sacian su hambre con los cuerpos putrefactos de aquellos a los
que amasteis, o cenizas vertidas al viento. Nada más.
Ahora, si me lo permites, creo que ha llegado la hora de irme. La noche,
mi reino repleto de sombras aterradoras llega a su fin y yo debo marchar con
ella. Disfruta del sabor amargo que te deja mi vista y recuerda, antes o
después volveremos a vernos.