La
habitación huele al desayuno que acaban de subirnos y que aún no
hemos tocado. Café solo, doble y sin azúcar. Leche templada, un
sobre de Cola-Cao y tostadas recién hechas con tomate y
aceite.
Estamos
sentados frente a frente. Tú, con la espalda apoyada contra el
cabecero. Yo, con las piernas cruzadas a los pies de la cama. Estamos
en silencio. Es una situación un tanto peculiar. Hace tres días,
como aquel que dice, ninguno de los dos sabía de la existencia del
otro. Y ahora míranos. Parecemos dos personajes de novela barata
escrita por un aficionado con resaca un domingo cualquiera.
Me
aguantas la mirada de una manera que me invita a acercarme. Y eso
hago. Lo primero que supe de ti, es que tu sonrisa, o eso decías,
era falsa. Eso es porque nunca has visto el brillo de tus ojos
jugando con la luz del sol que entra por la ventana. Tienen un color
difícil de explicar y menos aún a estas horas.
Tratas
de decir algo, pero no te dejo. Mi dedo índice apoyado en tus labios
te hace callar. De fondo se oye el mar chocando contra los pilares
del hotel. Dejamos que su suave ronroneo se instale entre nosotros.
Un mechón te cae sobre la cara y lo apartas al instante. Nuestras
manos se rozan como si llevaran buscándose una eternidad que acaba
de terminar, desatando una magia que hasta ese momento había
permanecido oculta, tal vez por timidez o torpeza.
Volvemos
a mirarnos, buceando cada uno en las pupilas del otro. Veo mi reflejo
en las tuyas. Supongo que tú también en las mías, pero deja que te
describa. Siempre me ha gustado jugar a eso, a explicar con pocas
palabras aquello que ni mil imágenes podrían decir. El pelo
cayéndote sobre el hombro izquierdo, la barbilla algo levantada,
dejando a la vista un cuello que suena suave en mi imaginación.
Sin
ser consciente de ello, mi mano acaricia tus mejillas. Es un acto
involuntario, deliberado pero sin premeditación. Tus pómulos se
deslizan bajo la yema de mis dedos como si estuvieran hechos
precisamente para eso. Para jugar al escondite entre ellos, mientras
que nosotros seguimos bebiéndonos el silencio que nos rodea y la
distancia que nos separa.
Estamos
cerca el uno del otro. Nunca antes lo habíamos estado antes. Ni
siquiera la noche anterior cuando emprendimos la huida de todo cuanto
nos rodeaba y marcaba nuestro día a día. Eso sí que fue un acto
impulsivo. Loco incluso. Casi dos desconocidos que se embarcaban en
una historia aún por escribir frente a dos platos de comida rápida
en una estación de tren. Sí, ya sé que todo no empezó
precisamente como en un cuento de hadas. Tal vez un marmitako y un
buen vino habría sido un comienzo más interesante. Lo sé, pero
nunca he sido amigo de buenos prólogos sino de mejores finales.
Nos
acercamos un poco más, tanto que casi llegamos a besarnos. Cierro
los ojos, me humedezco los labios y trato de recorrer esos pocos
milímetros que me separan de ti en el menor tiempo posible.
Y
entonces, en lugar de ello, el molesto zumbido del despertador me
obliga a abrir los ojos y parpadear tratando de enfocar lo que me
rodea. No. No estoy en una habitación de ensueño con bonitas vistas
al mar. Tampoco estás a mi lado. El aire no huele a café y pan
recién tostado. Sólo a tabaco y soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario