Ya estamos a viernes. El fin de semana está a la vuelta de la esquina y aquí os traigo una nueva entrega (9/15). Las cosas siguen fluyendo a su ritmo, paciencia que el desenlace está cerca. El lunes volveremos a vernos. Mientras tanto disfrutad esto que os dejo y, ya sabéis, difundid, difamad o pasad de mí.
Estás como en casa. Conoces Las
Vegas como la palma de tu mano. 20 años en sus calles dan para
mucho. Ver nacer fortunas. Arruinarse empresarios de renombre.
Contemplar cómo abuelos con dinero se pulen la herencia de sus
nietos entre coristas y putas de lujo. En fin, lo típico que podría
esperarse en un lugar conocido como la Ciudad del Pecado.
Pero seamos francos. Eres carne
de talego. El glamour y el lujo te llaman, pero donde te encuentras
realmente en tu salsa es en el Paradise. Ese suburbio fuera de la
ciudad en el que te has hospedado cuando las cartas han venido mal
dada. Vamos, en la mayoría de los casos, cuando la pasta escaseaba y
la tentación de los neones y los casinos era un reclamo irrefrenable
para dar un palo y desaparecer una temporada. Un lugar perfecto.
Donde nadie conoce a nadie y todos son mudos, ciegos y sordos cuando
la pasma hace preguntas. Lecciones aprendidas bastante tiempo atrás:
al que habla más de la cuenta se le deja de ver pronto. Un viaje en
el maletero de un coche. Una dieta rica en plomo y la posibilidad de
servir de abono para cactus en su propia parcela en el desierto. Un
negocio redondo mantener el ecosistema del desierto de Nevada.
Cuando bajáis del coche,
inspiras con fuerza el aire cargado de contaminación. Es el aroma en
el que creciste al escapar de casa con quince años cumplidos. No a
lomos de una motocicleta en plan rebelde sin causa. No. Lo hiciste
por la puerta grande. Un coche robado y una automática en la
guantera. Ya apuntabas maneras.
- ¿Dónde vamos a dormir?-
pregunta Sophie, mirando a su alrededor extrañada- Esto no es lo que
esperaba. Mi idea de empezar desde cero en Las Vegas era otra cosa.
Desde que salisteis del bar, su
comportamiento parece haber cambiado. No es la misma. Su mirada es
más fría. Su voz parece marcada por una determinación que no te
gusta. No creíste en ningún momento la historia que te contó al
colgar el teléfono. Aquello de que había estado hablando con la
aseguradora y que le habían puesto trabas por la falta de no sabía
qué documento, y que el pago se iba a demorar al menos una semana,
te sonó a cuento chino. Y ahora, mirándola de soslayo, crees ver
que ya no es la mujer solitaria y falta de cariño que parecía en un
principio. No. Parece más bien alguien desconocido y peligroso.
- No. Esto no es lo que
esperabas- dices con gesto cansado, apoyado en el capó del coche y
fumando con parsimonia-. Pero si nos registramos en cualquier hotel
de Las Vegas, la aseguradora del motel sospechará. Mejor esperar
aquí, y una vez que hayamos cobrado la pasta, podremos darnos la
vida que los dos queremos- concluyes, acariciándola con ternura las
mejillas.
Ella sonríe y retira levemente
la cara hacia atrás. Mala señal.
- Podemos registrarnos con tu
nombre. O con nombre falso, ¿no?
Tragas saliva y el humo te hace
toser. En cuanto que tu nombre aparezca en cualquier registro, es
cuestión de minutos, o de horas si tienes suerte, que media ciudad
sepa que estás allí; y en un día o dos, el otro medio estará
buscando sicarios a cualquier precio para poder dormir sin tener que
dejar un ojo abierto por lo que pueda pasar.
- ¿Mi nombre? Al salir del
trullo hice autostop. Me paró un camionero. Me llevó hasta el
LoveSpring. A las pocas horas, éste sufrió un curioso fenómeno de
combustión espontánea. Y poco después aparezco en Las Vegas
derrochando billetes. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán los
federales en dejarse caer por aquí para mantener una conversación
conmigo?- haces una pausa para dar una calada. Un Ford del 48 pasa a
vuestro lado demasiado despacio. No te gusta-. Hazme caso. Será sólo
una semana y después viviremos como reyes. Cuando hayan pagado los
del seguro, no podrán probar nada. Todo será circunstancial y nadie
querrá meterse en juicios sin pruebas.
Ella agacha la cabeza. El Ford
desaparece dejando a su paso una densa humareda blanca. Miras a tu
alrededor, desconfiado. Un instinto animal despierta en ti. Te
sientes un depredador que ha detectado a un enemigo potencial en su
propio territorio.
- Como quieras- dice al fin con
un suspiro-. Espero que tengas razón en lo que dices, y pronto
podamos disfrutar del dinero. Esto no es lo que tenía previsto, pero
es mejor que ese maldito motel y la soledad de un día continuado en
el siguiente.
La observas fijamente. Hay algo
en todo esto que no te cuadra. Parece como si tuviese algún
trastorno bipolar, o simplemente que esté como una puta cabra. Tan
pronto es una mujer sumisa que delega todo en ti, como parece saber a
la perfección qué terreno pisa. Das una última calada. Dejas caer
la colilla. La aplastas contra en asfalto con la puntera del zapato y
te acercas a ella, fingiendo una ternura que para nada sientes.
Levantas su mentón y besas sus labios. Ella sonríe, asustada. Sus
ojos vuelven a tener ese brillo marchito y lánguido de heroína de
novela barata. Le devuelves la sonrisa. Coges su mano y tiras de
ella.
- Conozco un sitio donde podemos
dormir unos días. Es un lugar decadente y triste. Nadie nos buscará
allí. Ya habrá tiempo para hoteles y suites del lujo. No tengamos
prisa.
La pensión de la señora
Shamorovich es tal y como la recuerdas. Sucia. Cochambrosa. Las
paredes de papeles pintados de color crema, repletas de cercos de
humedad, como el colchón de un viejo borracho manchado de orina y
poluciones nocturnas. Conoces ese antro. Te has refugiado en él en
más ocasiones de las que eres capaz de recordar. Podría decirse
que, en cierto modo, te sientes como si esa mierda constituyera para
ti un hogar. Nada ha cambiado desde la última vez, y es algo que
agradeces.
- Buenos días, señora
Shamarovich- dices al entrar.
La vieja Shamarovich levanta la
vista del libro que finge leer y te dedica una sonrisa desdentada.
Está sentada en una ridícula habitación frente a la puerta que
hace las veces de recepción. El mobiliario lo constituyen una mesa
llena de platos sucios y mugre. Una estantería desvencijada y un
busto de Joseph Raymond McCarthy, para dejar claro que lo único que
tiene en común con sus primos bárbaros de la URSS es el apellido.
Selección natural. El fuerte prevalece. El débil desaparece. Y el
mediocre se acerca al sol que más calienta. Adaptarse o morir.
- Ya saber yo que volverrías por
aquí- dice a modo de saludo con un terrible acento eslavo-. Ya saber
yo, ya saber.
A continuación suelta una
retahíla de palabras que no entiendes, pero por la manera en que os
mira y la cara de malicia lujuriosa que pone, deduces que debe de ser
algo relacionado con vosotros dos, una cama, posición horizontal y
el crujir de un colchón de muelles herrumbroso y sucio.
- Queremos una habitación para
dos, ¿podría ser?- pregunta Sophie, abrazando el bolso con fuerza
contra su pecho.
Una pose de plena tranquilidad y
confianza en la casera de este antro, piensas.
- Da! Yo tener habitación. Venir
conmigo.
La seguís a lo largo de un
pasillo estrecho que huele a orina y vómito hasta una puerta pintada
de blanco con cercos de óxido en las bisagras. La vieja Shamarovich
la abre.
- Prrimerro la pasta. No quierro
sorprresas- puntualiza, mirándote fijamente-. Ser cinco pavos por
serr dos. No haberr desayuno ni comida. Eso en bar de la esquina.
Aquí solo dormir- una sonrisa cómplice escapa entre sus encías
libres de dientes al decir esto último, al tiempo que extiende la
mano con la palma hacia arriba.
Sophie paga y entra en la
habitación. La vieja se marcha, contando el dinero en su lengua
natal: odin, dva, tri...
La habitación es deprimente.
Diminuta. Con una cama de matrimonio sucia y cochambrosa. De paredes
cubiertas de moho y el techo descascarillado. Una bombilla colgando
de un cable cubierto de pelusas y un interruptor de baquelita
chamuscado. Eso es todo. La única ventana da a un parque poblado de
drogadictos y vagabundos. Y un poco más allá, a lo lejos, se
intuyen las siluetas de los casinos y el lujo de Las Vegas.
Sophie mira con tristeza el
horizonte. Te acercas a ella y la rodeas por la cintura. La hostia de
la ternura para alguien como tú. Un ramo de flores y una botella se
te antojan como el súmmum del romanticismo, y no tienes pasta en la
cartera para tonterías. Ella apoya la cabeza en tu hombro.
- Tranquila. Saldremos de este
agujero dentro de poco- dices, separándote de ella.
- ¿Dónde vas? Su voz suena
nerviosa, asustada.
- Voy a ver a un par de
contactos. Tengo que empezar a agilizar los trámites para salir de
esta mierda- recalcas lo de mierda pasando un dedo por la pared-.
Volveré pronto.
- ¿Y yo?
Te encoges de hombros de manera
elocuente: a mí qué me dices. Habla con la casera, a lo mejor te da
lecciones de ruso a un precio módico.
Sophie frunce el ceño. Coloca
los brazos en jarras. Tú, cierras la puerta al salir. No estás para
numeritos de mujer histérica y despechada. Es la hora de hacer que
la rueda de la venganza empiece a moverse. Y lo único que necesitas
son unos cuantos centavos y una cabina de teléfono. De lo primero
llevas en el bolsillo un par de pavos; lo segundo ya lo solucionarás.
Total, no tienes demasiada prisa por volver a tu nidito de amor.
-Continuará-
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