lunes, 16 de febrero de 2015

Séptimo Acto o Dolor de Muelas

Es lunes!!!!! Y aquí estamos. Con puntualidad británica, eficacia alemana y disciplina soviética preparados para traer una nueva entrega (7/15). El miércoles, más. De momento, dejemos que la historia se complique un poco, que ya habrá tiempo para solucionarla y dejar que unos cuantos personajes sirvan de abono natural para los cactus del desierto. Disfrutadla.

El sargento O´hara está de un humor de perros. Después de la escena del motel y los periodistas, se ha encerrado en su despacho. Orden tajante en situaciones similares: no molestarle bajo ningún concepto. La resaca que le martirizaba por la mañana, ha seguido creciendo. Siente la cabeza próxima a la deflagración. De haberse encontrado de mejor ánimo, habría bajado a los calabozos a desquitarse repartiendo hostias entre los detenidos. Un deporte de categoría casi olímpica en comisaría. Una disciplina en la que maneja con precisión de medallista el arte de golpear sin dejar marca. Libros en el pecho de su víctima para aumentar el área de presión y disminuir el riesgo de que aparezcan hematomas, o la toalla mojada son técnicas que se le han quedado pequeñas desde hace tiempo. Lo suyo es un sadismo más cruel y sutil que abarca un amplio abanico de torturas. Desde la bolsa de plástico en la cabeza hasta hacer perder el conocimiento al detenido, a simulacros de ahogamiento y su favorito: el péndulo, como el lo llama. Suspender al desgraciado de turno cabeza abajo del techo, dejando que toda la sangre le congestione la cara y ésta adquiera un alarmante color púrpura incompatible con la vida, para dejarle caer y reír entre chascarrillos y botellas de whisky en el office entre compañeros que celebran las ganancias, o lamentan las pérdidas, que las apuestas sobre el aguante del penduleado suelen producir.
Pero no. Hoy no se encuentra con ánimos para ello. Necesita estar solo. Sabe que el incendio del motel es la jodida punta del iceberg de lo que está por pasar; y eso es algo que le aterroriza.
Sobre la mesa del despacho, un cenicero repleto de colillas da cuenta de su tensión nerviosa, y un ejemplar del Playboy fechado varios meses atrás muestra a una despampanante Playmate, de nombre Jayne Mansfield, que desde las páginas centrales sonríe a la cara como diciendo, ¿qué pretendes abuelo?
Malhumorado rumia en silencio sus pesares. Parece un animal acorralado y desesperado. O lo que es lo mismo, un hijo de puta cabreado. Cierra la revista y la tira contra la pared. Ni siquiera el culto a Onán ha logrado liberar su mente. La botella de ginebra del cajón de la mesa se encarga de mitigar su malestar levemente; si bien la tensión permanece ahí. Agazapada en la boca del estómago como un francotirador, a la espera del momento de hacer su entrada estelar en la escena y mandar todo a tomar por el culo. PUM. Tantos años de servicio, caminando en la cuerda floja mientras que los de Asuntos Internos se frotaban las manos esperando el momento de verle caer y cebarse con sus restos, parecen converger ahora mismo en el presente. Miedo a lo que pueda pasar en las próximas horas.
El segundo timbrazo del teléfono interrumpe sus pensamientos.
- ¡He dejado bien claro que no quiero que se me moleste!- ladra al auricular, encendiéndose un cigarro.
Su voz suena áspera. Cuarteada por el tabaco y el alcohol.
- Lo lamento señor O´hara. Es la segunda vez que llama, e insiste en hablar con usted- se disculpa la secretaria-. Le he dicho que no estaba usted disponible. Pero ha insistido...
- ¿A qué se debe tanta insistencia?- pregunta, arrastrando las palabras.
- No lo sé, señor. Lo único que me ha dicho es su nombre: Sophie.
Al oír el nombre, el sargento James O´hara siente cómo todos sus miedos cobran forma material. El corazón le late desbocado. Martilleándole las sienes. Una docena de puntos fosforescentes enturbian su mirada y un sudor frío le recorre el cuerpo. Necesito un trago, piensa, mirando fijamente la botella.
- ¿Sargento? ¿Está usted bien?- pregunta, asustada, la secretaria en un tono que a oídos de O´hara resulta agudo y desagradable.
- Sí, sí. No se preocupe. Páseme la llamada.
Tras unos segundos que se le antojan eternos, la voz de Sophie suena entre un desagradable bullicio de fondo: Mesa 4, marchando un rostbif estilo Texano. Mesa 6, un bloody mary para el caballero de la mesa 6. Rápido, que se acumula el trabajo. Rápido...
- Hola sargento, un placer hablar con usted. Supongo que ya estará al tanto de todo, ¿no?
- Sophie. ¿Qué has hecho?, por Dios. ¿Te has vuelto loca?
- No, sargento. No. Ya se lo dije tras nuestro último encuentro. ¿Lo recuerda? Quería dinero. O usted me lo proporcionaba, o tendría problemas. No he recibido todo lo que pedí. Sólo tres de los grandes...
- No pude reunir más- responde, interrumpiéndola-. Era mucho dinero.
- Por eso he quemado el motel. Supongo que la prensa estará encantada de saber que el LoveSpring era la tapadera de un grupo de polis corruptos. Tengo pruebas. Fotografías. Testimonios...
- Pero...
- ¿De verdad creía que iba a aguantar eternamente esa mierda? Puedo joderle la vida. Usted me la jodió a mí hace mucho tiempo, sargento. Yo no era más que una pobre chica descarriada. ¿Le suena? La violación, el aborto, la sangre...¿sigo?
- No, Sophie. Por favor, no sigas- suplica, masajéandose los ojos-. No sigas. Cometí un error. Estaba drogado. Llegamos a un acuerdo. No puedes hacerme esto.
- ¿No? ¿Quién lo dice? Le tengo cogido por las pelotas, sargento. Puedo acabar con usted y unos cuantos como usted simplemente con hacer pública la documentación que tengo en mi poder- Sophie calla, como si pensara en añadir algo más o no. En mitad del silencio se cuela una conversación entre dos hombres que deben estar cerca de ella: ya te lo dije, en este antro se come mejor que en cualquier restaurante de Las Vegas-. Ah, y por si me ocurriera alguna desgracia, las pruebas están a buen recaudo. Basta con que alguien denuncié mi desaparición, o mi muerte, para que la mitad de los periódicos del país reciban una copia.
- Sophie, ¿qué quieres? Tenemos que vernos. ¿Dónde estás? Podemos llegar a un acuerdo. Estás asustada y nerviosa, eso es todo. Confía en mí. Dime dónde estás e iré a buscarte. Verás como todo se arregla...
- No. No hay acuerdo que valga. Use a cualquiera de sus confidentes. Presione a cualquier yonqui que detenga para que actúe como testaferro y que pague los platos rotos. Me da igual. Sólo quiero mi dinero. La totalidad de la póliza del seguro. Eso pagará parte de lo que me debe.
- No es tan fácil, Sophie. Dime dónde estás. Podemos arreglarlo.
- Tiene una semana, sargento. Conoce perfectamente lo inestable que puedo llegar a ser, o ¿necesita que le recuerde el numerito del soldado que volvía del frente, las tijeras, las lágrimas y el bote de barbitúricos? Lo recuerda, ¿verdad? Pues no me obligue a montar algo parecido. El escándalo sería mayúsculo. Usted deme el dinero, y aquí no habrá pasado nada.
- Sophie...
- Ya sabe, sargento. Tiene una semana. De lo contrario, aténgase a las consecuencias.
El sonido intermitente al otro lado de la línea le indica que Sophie ha colgado antes de que pudiera responder. Está en un serio aprieto. Francamente jodido. Ha estado jugando con fuego durante demasiado tiempo sin ser consciente de que esa puta loca era un polvorín a punto de estallar. Tenía que haber atajado el problema de raíz, tal y como le aconsejaron los chicos. Acabar con Sophie tan pronto como saliera del hospital. Un disparo en la cara. PUM. Un par de bolsas de heroína para incriminarla y asunto resuelto. Ajuste de cuentas. Y vivir tranquilo. Pero no. Él no era así. Ella era joven, fácilmente manejable. Creía que podría salir del paso. Error. El tiempo se encargó de demostrar su equivocación, y ahora vienen las consecuencias.
Cuelga el teléfono con rabia. Se sirve un vaso de ginebra y enciende un cigarrillo más; el último del paquete. Tiene que haber alguna solución, murmura, tiene que haber una jodida solución. Cada vez lo que todo más negro. El cañón del 38 apoyado en la sien y fin de la función le empieza a resultar la única salida heroica a todo el embrollo en el que se ha metido. Muerto, ella no podría seguir sometiéndole a sus chantajes. Su carrera ya no correría peligro. Los de Asuntos Internos dejarían de ser un problema. Aunque, por otro lado, su muerte dejaría demasiados cabos sueltos y Sophie podría, y sabría, aprovecharse de ellos. O tal vez no. El Departamento se encargaría de usarlo como chivo expiatorio. Cargaría con la culpa y todo acabaría ahí. Muerto podría ser de gran utilidad. Fin del juego para Sophie. La pesadilla acabaría, pero él no estaría para seguir en el negocio una vez que se hubiera superado el bache. Debe de haber una alternativa, ¿pero cuál?
De pronto, una idea surca su cabeza con violencia, como el retroceso de un Remington apoyado en el hombro. Se acerca a la mesa. Abre el cajón y saca una agenda forrada en piel. La hojea deprisa. El tiempo es oro y no están las cosas como para malgastar calderilla de forma innecesaria. Encuentra el número que busca. Da una larga calada. Descuelga el teléfono y marca un número.
Al quinto tono, después de que la recepcionista pasara la llamada, la voz de una mujer responde al otro lado de la línea.


-Continuará-

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