Y aquí estamos una vez más. Es viernes y tenemos una cita. Siento el retraso, pero espero que la espera no se haya hecho eterna. Os dejo una nueva entrega. Disfrutadla. 3/15
La puerta de la cárcel se cierra
detrás de ti emitiendo un fuerte chasquido. Vuelves a ser libre.
Lejos del paisaje paradisíaco que esperabas encontrar, te ves bajo
un cielo grisáceo, pisando un asfalto encharcado y dos tíos en la
garita vigilándote. Uno con un cigarrillo en los labios y el otro
jugando a ser Billy El Niño con una escopeta descargada.
Seis meses dentro y cuando sales
esto. La misma mierda. El mismo frío. La misma lluvia resbalando
sobre tu gabardina. Y la misma puta realidad. Estás más solo nunca.
En otras ocasiones, al salir del trullo, alguien iba a recogerte. Tu
padre con su viejo Chevy del 35 y las manos apoyadas en el capó,
dándote la bienvenida con una sonrisa en la que asomaban sus dientes
amarillos de tabaco. Tu primo Johnny con su flamante Ford. El tío
Robert. Incluso hasta tu hermano Mike, con el coche prestado por el
viejo, se pasó en alguna ocasión a recogerte. Aunque eso era antes
de querer jugar a ser el héroe, se alistara a la mierda de Corea y
acabara abonando un arrozal donde nadie le había llamado. Después
de eso, todo empezó a torcerse. El viejo se fue consumiendo y tú
distanciándote de la familia. La pasta y las coristas te ataban más
que la sangre y así has acabado.
Pero dejando sentimentalismos y
esas mierdas a un lado, la cruda realidad es la que es: acabas de
salir de la trena. Hace un tiempo de mierda. Estás calado hasta los
huesos y tienes un humor de perros. Te comiste un marrón que no era
tuyo, y el responsable va a sufrir las consecuencias. Medio año
metido en una celda. Con la letrina atascada de mierda junto a la
almohada y los sarasas de la cuarta galería deseosos de echarte el
guante en las duchas. En resumidas cuentas, unas vacaciones de la
hostia que te has pegado a costa del Tío Sam y sus impuestos, y,
claro, quieres darle las gracias en persona al que se encargó de
mandarte a la agencia de viajes de los chicos de Edgar Hoover.
Empiezas a caminar en dirección
a la carretera. Necesitas salir de allí. Poner tierra de por medio.
Uno de los carceleros canta desde la garita. Su voz te llega
entrecortada por el viento, pero el mensaje es claro: habla de un
delincuente que abandona la cárcel y añora volver a reencontrarse
con sus amigos.
Optas por ignorarle. Un coche
pasa cerca, a toda velocidad. Levantas el dedo pulgar, así rollo
Jack Kerouac en On the Road. Pero no hay suerte. Pasa de largo
salpicándote de agua hasta las cejas. Pareces una puta sopa Campbell
pero en versión fango y barro. A tu espalda escuchas carcajadas. Te
contienes. Aprietas los dientes. Encantado te darías la vuelta y les
explicarías un par de cosas, pero no procede. Vas hecho un guiñapo
y ellos tienen armas. Tú, sólo llevas encima un maletín con tus
pertenencias y mucha mala hostia. Te resignas y empiezas a andar por
el arcén. Antes o después habrá suerte y algún camionero parará.
O eso esperas. Y quien sabe, ya puestos a tener suerte, lo mismo
hasta es un alma comprensiva y acaba invitándote a iros de putas
juntos.
A la media hora de andar, hay
suerte a medias. Te recoge un camionero. Aunque te deja claro que si
quieres putas, que las pagues tú y que en el primer motel de
carretera que encuentre por el camino te deja. Ya ha cogido a más de
un ex presidiario y al parecer no guarda muy buenos recuerdos. Te
encoges de hombros y dices que vale. La verdad es que te la pela
dónde te deje. La idea de hacerte el tipo duro con un tío que pesa
diez veces lo que tú no es una idea muy seductora, así que no te
queda más remedio que aceptar. Joderte y resignarte. Además, la
idea del motel puede serte útil.
La lluvia cae como napalm en el
parabrisas. Los limpias no dan abasto, pero las inclemencias del
tiempo, la escasa visibilidad y el asfalto empapado no parecen
importarle demasiado. Le miras de reojo. Pupilas como platos de café.
Olor a alcohol en la cabina. Mezcla perfecta: whisky barato y
anfetaminas. Candidatura segura para acabar despanzurrados en mitad
de un descampado.
El viaje sigue. A lo lejos se ve
la luz parpadeante de unos neones fucsias. No sabes si es un bar de
putas o un motel. Lo único que sabes a ciencia cierta es que quieres
salir de allí cuanto antes. Llevas media vida jugándote el pellejo
en cárceles, donde un cepillo de dientes afilado puede mandarte al
otro barrio simplemente por aguantar la mirada más de lo recomendado
a quien no debes, y viviendo al margen de la ley, como para acabar
saliendo en el telediario bajo el titular: < dramático accidente
de camión en una carretera secundaria. No se han encontrado
supervivientes>. Si tienes que morir, aún no es el momento. Ya
habrá tiempo para acabar haciendo clases forzadas de submarinismo
con las manos atadas a la espalda y aletas de cemento.
- Ya hemos llegado. Aquí te
dejo- anuncia el conductor parando en mitad de la nada.
A través de los goterones que
corren por la ventanilla sales de dudas. Es un motel. No sabes si es
un efecto óptico debido a la lluvia, pero el lugar parece sórdido,
como sacado de una película de gangsters de serie B con presupuesto
reducido. De todas formas, con no tener la taza del váter junto al
cabecero de la cama, cualquier cosa se te antoja como un jodido hotel
de cinco estrellas.
Le miras, como interrogándole.
Hay bastantes metros desde el camión a la puerta del motel. Se ríe
y te dice que ahí acaba el viaje. No te va a acercar más porque no
le sale de los huevos, básicamente. El resto del mensaje son excusas
de segunda mano. Luego hay que hacer muchas maniobras para sacar el
camión. No puedo perder más tiempo, voy con retraso. Etc. Etc.
Gilipolleces varias para tratar de quedar bien.
Sales de la cabina. Te subes el
cuello de la gabardina y empiezas a andar. Sopla un aire frío,
cortante. Hundes la barbilla en el pecho y aprietas el paso hasta
llegar. El motel se llama Motel LoveSpring. Ironías de esta puta
vida. Ni hay un triste campo alrededor con tintes bucólicos y
primaverales, ni tampoco hay ningún corazón latiendo a la espera de
encontrarte al otro lado de una ventana salpicada de gotas de lluvia
y una humeante taza de café entre las manos.
Además del desatinado nombre, el
lugar es deprimente por sí mismo. Una construcción prefabricada en
tonos grises describiendo una media circunferencia y con dos alturas.
A ojo calculas que habrá unas veinte puertas en total, todas ellas
con su numerito identificador y una diminuta ventana. En mitad de
aquella oda al mal gusto, bajo los neones intermitentes, hay una
caseta de obra reconvertida en oficina o algo por el estilo. Te
acercas. Está oscura. Das en la ventana con insistencia. Nada.
Vuelves a intentarlo, ahora con más ganas. Estás calado. El agua
corre por tu nuca y tienes frío. Misma respuesta. Nada. De una
puerta de la planta baja sale una mujer de unos cuarenta años con
aspecto de camarera de bar de carretera envejecida prematuramente.
- ¿Qué quiere?- grita, poniendo
los brazos en jarras.
La ves desde lejos. No sabes si
acercarte o hablar a gritos. Matarías por ponerte a cubierto y una
ducha caliente; pero no quieres tentar a la suerte. Nunca se sabe con
quién se está hablando. Lo mismo hay un marido celoso al otro lado
con un Winchester para espantar moscones. O, puestos a seguir
divagando, tal vez tu aspecto de carne de talego hace que la señora
llame a la policía y en casos así el negocio es sencillo y rápido:
somanta de hostias hasta que explicas qué hacías allí. Calabozo.
Más golpes para saber si estabas mintiendo a los patrulleros.
Interrogatorio. Más sopapos, para andarse seguros con tu
declaración. Puesta en libertad.
- ¡Quería una habitación!-
gritas a pleno pulmón.
- ¿Con este tiempo?
- Sí. No hace tiempo como para
dormir al raso- respondes, apartándote un mechón de pelo empapado
que te cae sobre la frente.
- Un momento, por favor.
La puerta se cierra. Te quedas
otra vez solo bajo la lluvia. Las luces intermitentes hacen que todo
a tu alrededor adquiera el aspecto de ser bañado por un batido de
fresa, o de un charco de sangre escapándose por el sumidero de un
lavabo.
- Acompáñeme- dice, saliendo de
la habitación enfundada en ridículo chubasquero amarillo y con un
paraguas bajo el brazo.
Llega a tu altura y abre la
oficina. La lluvia repiquetea con fuerza sobre el tejado de chapa.
Dentro hace frío y una gruesa capa de polvo lo cubre todo. Al
parecer poca gente parece disfrutar de los encantos del LoveSpring.
Abre un cajón y saca un cuaderno. Se sienta en una silla de plástico
y lo ojea con mucha parsimonia, como estudiando si cabría la
posibilidad de hacer una reserva. Levanta la vista. Vuestros ojos se
encuentran. Los suyos son del color de la miel. En otra época debió
de ser bastante atractiva, piensas.
- Son 15 dólares la noche. Cena
incluida- concluye, cerrando el cuaderno con ímpetu y levantando una
tempestad de polvo-. Se paga por adelantado.
Sacas la cartera. Te sientes
atracado, pero no te queda otra opción. Dentro llevas 20 dólares.
Todo tu capital antes de acabar enchironado. Si te hubieran trincado
cinco minutos antes, habrían encontrado mucha más pasta y tal vez
las cosas se hubieran puesto algo más jodidas. Pero no fue el caso.
El dinero está esperándote donde lo dejaste, a buen recaudo, y lo
único que tienes que hacer es cruzar medio país para recuperarlo.
Dejas los 20 en la mesa. Te da el
cambio y una llave. Habitación 363. La miras fijamente. No tienes ni
puta idea de cuál es la habitación 363, y tampoco tienes demasiadas
ganas de jugar a las adivinanzas.
- Está al lado de la mía-
responde, con una voz que misteriosamente se ha tornado algo sensual
y melosa. La historia de la típica mujer sola en mitad de la nada
parece que va a comenzar en breve. El argumento de una novela picante
de las que se rulan por el trullo para hacer menos solitarias las
noches, pero con un poco más de elaboración en lugar de pasar
directamente al sexo.
- ¿Y la cena?- preguntas, sin
hacer caso de lo que parece una insinuación, a menos que la pobre
mujer tenga un tic y el tema de morderse los labios mientras te
devora con la mirada forme parte de su lenguaje corporal habitual.
- A las diez y media.
- ¿Dónde?
- El servicio de habitaciones lo
sirve en cada habitación.
- ¿Hay muchos clientes?-
preguntas por evitar que el ruido de la lluvia sea lo único que se
escuche.
- Estamos los dos solos, encanto.
Ahora sí que va a empezar el
cuento. Ya ha pasado de tratarte de usted, para intimar un poco con
el tuteo. La cosa está clara como la sopa de la cárcel. Estoy muy
sola. De vez en cuando algún camionero pasa por aquí a pasar la
noche y a hacerme compañía. El resto del tiempo lo paso sin poder
hablar con nadie. Etc. Etc.
Te mira fijamente. Levanta una
ceja como estudiándote.
- Vamos. Estás empapado y
tendrás que calentarte. Te acompaño hasta la habitación- dice con
un tono de voz neutro.
Salís. Abre el paraguas.
Apretáis el paso. Ella entra en su habitación y tú en la tuya. Si
el ambiente en la oficina sonaba a algo lujurioso en tu cabeza, lo
que tienes delante lo confirma. Paredes empapeladas en rojo. Una cama
de matrimonio con una colcha de terciopelo llena de quemaduras de
cigarrillo. Un espejo en el techo. Un cuarto de baño que apesta a
orina y una diminuta bañera plagada de manchas grisáceas. Dejas el
maletín en la mesilla y cuelgas la gabardina del pomo de la puerta.
Dudas entre desnudarte y meterte en la cama para entrar en calor, o
hacerlo vestido. Tienes miedo a contraer una venérea por el mero
contacto con las sábanas. Decides jugártela. Te desnudas y te
arropas. La cama es cómoda. El espejo del techo te hace sentir
observado. Tiritas de frío, pero no tardas en entrar en calor.
Cierras los ojos. El cansancio y la tensión acumulados empiezan a
disiparse y caes en un profundo duermevela.
Unos golpes en la puerta te
despiertan sobresaltado. Todo está a oscuras. Ha anochecido. Saltas
de la cama en calzoncillos. Tienes miedo. No sabes de qué, pero una
voz en tu interior te insta a vestirte y salir por piernas. No hay
tiempo. La puerta empieza a abrirse a cámara lenta, como en una
jodida película. Tú, sentado en el borde la cama con una pernera
del pantalón metida y la otro colgando a ras de suelo. Te sientes
ridículo e indefenso. La puerta termina de abrirse. Miras tu maletín
con ansiedad, como si en su interior estuviera la solución a lo que
tu cabeza entrelaza en enrevesadas maneras de acabar asesinado en un
motel cutre de carretera. Una silueta cruza el umbral. Se escucha
caer la lluvia con furia sobre los charcos. Te incorporas, dispuesto
a morir con cierta dignidad. La luz cobra vida. Unos ojos de color
miel te miran. Parpadeas. Las pupilas te escuecen al ser violadas por
tanta claridad. Oyes algo que cae el suelo y se rompe con un ruido de
cristal que se hace añicos. Las manos te sudan. Notas que te falta
el aire. Escuchas una voz femenina que dice:
- Esto es lo que yo llamo poner
las cosas fáciles.
-Continuará-
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