viernes, 6 de febrero de 2015

Tercer Acto o En La Puta Calle

Y aquí estamos una vez más. Es viernes y tenemos una cita. Siento el retraso, pero espero que la espera no se haya hecho eterna. Os dejo una nueva entrega. Disfrutadla. 3/15


La puerta de la cárcel se cierra detrás de ti emitiendo un fuerte chasquido. Vuelves a ser libre. Lejos del paisaje paradisíaco que esperabas encontrar, te ves bajo un cielo grisáceo, pisando un asfalto encharcado y dos tíos en la garita vigilándote. Uno con un cigarrillo en los labios y el otro jugando a ser Billy El Niño con una escopeta descargada.
Seis meses dentro y cuando sales esto. La misma mierda. El mismo frío. La misma lluvia resbalando sobre tu gabardina. Y la misma puta realidad. Estás más solo nunca. En otras ocasiones, al salir del trullo, alguien iba a recogerte. Tu padre con su viejo Chevy del 35 y las manos apoyadas en el capó, dándote la bienvenida con una sonrisa en la que asomaban sus dientes amarillos de tabaco. Tu primo Johnny con su flamante Ford. El tío Robert. Incluso hasta tu hermano Mike, con el coche prestado por el viejo, se pasó en alguna ocasión a recogerte. Aunque eso era antes de querer jugar a ser el héroe, se alistara a la mierda de Corea y acabara abonando un arrozal donde nadie le había llamado. Después de eso, todo empezó a torcerse. El viejo se fue consumiendo y tú distanciándote de la familia. La pasta y las coristas te ataban más que la sangre y así has acabado.
Pero dejando sentimentalismos y esas mierdas a un lado, la cruda realidad es la que es: acabas de salir de la trena. Hace un tiempo de mierda. Estás calado hasta los huesos y tienes un humor de perros. Te comiste un marrón que no era tuyo, y el responsable va a sufrir las consecuencias. Medio año metido en una celda. Con la letrina atascada de mierda junto a la almohada y los sarasas de la cuarta galería deseosos de echarte el guante en las duchas. En resumidas cuentas, unas vacaciones de la hostia que te has pegado a costa del Tío Sam y sus impuestos, y, claro, quieres darle las gracias en persona al que se encargó de mandarte a la agencia de viajes de los chicos de Edgar Hoover.
Empiezas a caminar en dirección a la carretera. Necesitas salir de allí. Poner tierra de por medio. Uno de los carceleros canta desde la garita. Su voz te llega entrecortada por el viento, pero el mensaje es claro: habla de un delincuente que abandona la cárcel y añora volver a reencontrarse con sus amigos.
Optas por ignorarle. Un coche pasa cerca, a toda velocidad. Levantas el dedo pulgar, así rollo Jack Kerouac en On the Road. Pero no hay suerte. Pasa de largo salpicándote de agua hasta las cejas. Pareces una puta sopa Campbell pero en versión fango y barro. A tu espalda escuchas carcajadas. Te contienes. Aprietas los dientes. Encantado te darías la vuelta y les explicarías un par de cosas, pero no procede. Vas hecho un guiñapo y ellos tienen armas. Tú, sólo llevas encima un maletín con tus pertenencias y mucha mala hostia. Te resignas y empiezas a andar por el arcén. Antes o después habrá suerte y algún camionero parará. O eso esperas. Y quien sabe, ya puestos a tener suerte, lo mismo hasta es un alma comprensiva y acaba invitándote a iros de putas juntos.
A la media hora de andar, hay suerte a medias. Te recoge un camionero. Aunque te deja claro que si quieres putas, que las pagues tú y que en el primer motel de carretera que encuentre por el camino te deja. Ya ha cogido a más de un ex presidiario y al parecer no guarda muy buenos recuerdos. Te encoges de hombros y dices que vale. La verdad es que te la pela dónde te deje. La idea de hacerte el tipo duro con un tío que pesa diez veces lo que tú no es una idea muy seductora, así que no te queda más remedio que aceptar. Joderte y resignarte. Además, la idea del motel puede serte útil.
La lluvia cae como napalm en el parabrisas. Los limpias no dan abasto, pero las inclemencias del tiempo, la escasa visibilidad y el asfalto empapado no parecen importarle demasiado. Le miras de reojo. Pupilas como platos de café. Olor a alcohol en la cabina. Mezcla perfecta: whisky barato y anfetaminas. Candidatura segura para acabar despanzurrados en mitad de un descampado.
El viaje sigue. A lo lejos se ve la luz parpadeante de unos neones fucsias. No sabes si es un bar de putas o un motel. Lo único que sabes a ciencia cierta es que quieres salir de allí cuanto antes. Llevas media vida jugándote el pellejo en cárceles, donde un cepillo de dientes afilado puede mandarte al otro barrio simplemente por aguantar la mirada más de lo recomendado a quien no debes, y viviendo al margen de la ley, como para acabar saliendo en el telediario bajo el titular: < dramático accidente de camión en una carretera secundaria. No se han encontrado supervivientes>. Si tienes que morir, aún no es el momento. Ya habrá tiempo para acabar haciendo clases forzadas de submarinismo con las manos atadas a la espalda y aletas de cemento.
- Ya hemos llegado. Aquí te dejo- anuncia el conductor parando en mitad de la nada.
A través de los goterones que corren por la ventanilla sales de dudas. Es un motel. No sabes si es un efecto óptico debido a la lluvia, pero el lugar parece sórdido, como sacado de una película de gangsters de serie B con presupuesto reducido. De todas formas, con no tener la taza del váter junto al cabecero de la cama, cualquier cosa se te antoja como un jodido hotel de cinco estrellas.
Le miras, como interrogándole. Hay bastantes metros desde el camión a la puerta del motel. Se ríe y te dice que ahí acaba el viaje. No te va a acercar más porque no le sale de los huevos, básicamente. El resto del mensaje son excusas de segunda mano. Luego hay que hacer muchas maniobras para sacar el camión. No puedo perder más tiempo, voy con retraso. Etc. Etc. Gilipolleces varias para tratar de quedar bien.
Sales de la cabina. Te subes el cuello de la gabardina y empiezas a andar. Sopla un aire frío, cortante. Hundes la barbilla en el pecho y aprietas el paso hasta llegar. El motel se llama Motel LoveSpring. Ironías de esta puta vida. Ni hay un triste campo alrededor con tintes bucólicos y primaverales, ni tampoco hay ningún corazón latiendo a la espera de encontrarte al otro lado de una ventana salpicada de gotas de lluvia y una humeante taza de café entre las manos.
Además del desatinado nombre, el lugar es deprimente por sí mismo. Una construcción prefabricada en tonos grises describiendo una media circunferencia y con dos alturas. A ojo calculas que habrá unas veinte puertas en total, todas ellas con su numerito identificador y una diminuta ventana. En mitad de aquella oda al mal gusto, bajo los neones intermitentes, hay una caseta de obra reconvertida en oficina o algo por el estilo. Te acercas. Está oscura. Das en la ventana con insistencia. Nada. Vuelves a intentarlo, ahora con más ganas. Estás calado. El agua corre por tu nuca y tienes frío. Misma respuesta. Nada. De una puerta de la planta baja sale una mujer de unos cuarenta años con aspecto de camarera de bar de carretera envejecida prematuramente.
- ¿Qué quiere?- grita, poniendo los brazos en jarras.
La ves desde lejos. No sabes si acercarte o hablar a gritos. Matarías por ponerte a cubierto y una ducha caliente; pero no quieres tentar a la suerte. Nunca se sabe con quién se está hablando. Lo mismo hay un marido celoso al otro lado con un Winchester para espantar moscones. O, puestos a seguir divagando, tal vez tu aspecto de carne de talego hace que la señora llame a la policía y en casos así el negocio es sencillo y rápido: somanta de hostias hasta que explicas qué hacías allí. Calabozo. Más golpes para saber si estabas mintiendo a los patrulleros. Interrogatorio. Más sopapos, para andarse seguros con tu declaración. Puesta en libertad.
- ¡Quería una habitación!- gritas a pleno pulmón.
- ¿Con este tiempo?
- Sí. No hace tiempo como para dormir al raso- respondes, apartándote un mechón de pelo empapado que te cae sobre la frente.
- Un momento, por favor.
La puerta se cierra. Te quedas otra vez solo bajo la lluvia. Las luces intermitentes hacen que todo a tu alrededor adquiera el aspecto de ser bañado por un batido de fresa, o de un charco de sangre escapándose por el sumidero de un lavabo.
- Acompáñeme- dice, saliendo de la habitación enfundada en ridículo chubasquero amarillo y con un paraguas bajo el brazo.
Llega a tu altura y abre la oficina. La lluvia repiquetea con fuerza sobre el tejado de chapa. Dentro hace frío y una gruesa capa de polvo lo cubre todo. Al parecer poca gente parece disfrutar de los encantos del LoveSpring. Abre un cajón y saca un cuaderno. Se sienta en una silla de plástico y lo ojea con mucha parsimonia, como estudiando si cabría la posibilidad de hacer una reserva. Levanta la vista. Vuestros ojos se encuentran. Los suyos son del color de la miel. En otra época debió de ser bastante atractiva, piensas.
- Son 15 dólares la noche. Cena incluida- concluye, cerrando el cuaderno con ímpetu y levantando una tempestad de polvo-. Se paga por adelantado.
Sacas la cartera. Te sientes atracado, pero no te queda otra opción. Dentro llevas 20 dólares. Todo tu capital antes de acabar enchironado. Si te hubieran trincado cinco minutos antes, habrían encontrado mucha más pasta y tal vez las cosas se hubieran puesto algo más jodidas. Pero no fue el caso. El dinero está esperándote donde lo dejaste, a buen recaudo, y lo único que tienes que hacer es cruzar medio país para recuperarlo.
Dejas los 20 en la mesa. Te da el cambio y una llave. Habitación 363. La miras fijamente. No tienes ni puta idea de cuál es la habitación 363, y tampoco tienes demasiadas ganas de jugar a las adivinanzas.
- Está al lado de la mía- responde, con una voz que misteriosamente se ha tornado algo sensual y melosa. La historia de la típica mujer sola en mitad de la nada parece que va a comenzar en breve. El argumento de una novela picante de las que se rulan por el trullo para hacer menos solitarias las noches, pero con un poco más de elaboración en lugar de pasar directamente al sexo.
- ¿Y la cena?- preguntas, sin hacer caso de lo que parece una insinuación, a menos que la pobre mujer tenga un tic y el tema de morderse los labios mientras te devora con la mirada forme parte de su lenguaje corporal habitual.
- A las diez y media.
- ¿Dónde?
- El servicio de habitaciones lo sirve en cada habitación.
- ¿Hay muchos clientes?- preguntas por evitar que el ruido de la lluvia sea lo único que se escuche.
- Estamos los dos solos, encanto.
Ahora sí que va a empezar el cuento. Ya ha pasado de tratarte de usted, para intimar un poco con el tuteo. La cosa está clara como la sopa de la cárcel. Estoy muy sola. De vez en cuando algún camionero pasa por aquí a pasar la noche y a hacerme compañía. El resto del tiempo lo paso sin poder hablar con nadie. Etc. Etc.
Te mira fijamente. Levanta una ceja como estudiándote.
- Vamos. Estás empapado y tendrás que calentarte. Te acompaño hasta la habitación- dice con un tono de voz neutro.
Salís. Abre el paraguas. Apretáis el paso. Ella entra en su habitación y tú en la tuya. Si el ambiente en la oficina sonaba a algo lujurioso en tu cabeza, lo que tienes delante lo confirma. Paredes empapeladas en rojo. Una cama de matrimonio con una colcha de terciopelo llena de quemaduras de cigarrillo. Un espejo en el techo. Un cuarto de baño que apesta a orina y una diminuta bañera plagada de manchas grisáceas. Dejas el maletín en la mesilla y cuelgas la gabardina del pomo de la puerta. Dudas entre desnudarte y meterte en la cama para entrar en calor, o hacerlo vestido. Tienes miedo a contraer una venérea por el mero contacto con las sábanas. Decides jugártela. Te desnudas y te arropas. La cama es cómoda. El espejo del techo te hace sentir observado. Tiritas de frío, pero no tardas en entrar en calor. Cierras los ojos. El cansancio y la tensión acumulados empiezan a disiparse y caes en un profundo duermevela.
Unos golpes en la puerta te despiertan sobresaltado. Todo está a oscuras. Ha anochecido. Saltas de la cama en calzoncillos. Tienes miedo. No sabes de qué, pero una voz en tu interior te insta a vestirte y salir por piernas. No hay tiempo. La puerta empieza a abrirse a cámara lenta, como en una jodida película. Tú, sentado en el borde la cama con una pernera del pantalón metida y la otro colgando a ras de suelo. Te sientes ridículo e indefenso. La puerta termina de abrirse. Miras tu maletín con ansiedad, como si en su interior estuviera la solución a lo que tu cabeza entrelaza en enrevesadas maneras de acabar asesinado en un motel cutre de carretera. Una silueta cruza el umbral. Se escucha caer la lluvia con furia sobre los charcos. Te incorporas, dispuesto a morir con cierta dignidad. La luz cobra vida. Unos ojos de color miel te miran. Parpadeas. Las pupilas te escuecen al ser violadas por tanta claridad. Oyes algo que cae el suelo y se rompe con un ruido de cristal que se hace añicos. Las manos te sudan. Notas que te falta el aire. Escuchas una voz femenina que dice:

- Esto es lo que yo llamo poner las cosas fáciles.

-Continuará-

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